Fernando Sorrentino Temores injustificados
Yo no soy demasiado sociable, y muchas veces me olvido de mis amistades. Tras
casi dos años, en esos días de enero de 1979 —tan calurosos—, fui a visitar a
un amigo que sufre de temores un poco injustificados. Su nombre no viene al
caso: pongamos que se llama —es un decir— Enrique Viani.
Cierto
sábado de marzo de 1977 su vida sufrió un cambio bastante notable.
Resulta
que, estando esa mañana en el living de su casa, cerca de la puerta del balcón,
Enrique Viani vio, de pronto, una «enorme» —según él— araña sobre su zapato
derecho. No había terminado de pensar que ésa era la araña más grande que había
visto en su vida, cuando, abandonando bruscamente el zapato, el animal se le
introdujo, por la bocamanga, entre la pierna y el pantalón.
Enrique
Viani quedó —dijo— «petrificado». Jamás le había ocurrido nada tan
desagradable. En ese instante recordó dos conceptos leídos quién sabe cuándo, a
saber: 1) que, sin excepción, todas las arañas, aun las más pequeñas, poseen
veneno, y la posibilidad de inocularlo, y 2) que las arañas sólo pican cuando
se consideran agredidas o molestadas. Con toda evidencia, esa araña descomunal
tendría, por fuerza, abundante veneno, y con alto grado de nocividad. Aunque
tal concepto es erróneo, ya que las más letales suelen ser las arañas más
pequeñas —por ejemplo, la tristemente célebre viuda negra—, Enrique Viani pensó
que lo más sensato era quedarse inmóvil, pues, al menor estremecimiento suyo,
la araña le inyectaría una dosis de ponzoña definitiva.
De
manera que permaneció rígido cinco o seis horas, con la razonable esperanza de
que la araña terminaría por abandonar el sitio que había ocupado sobre su tibia
derecha: por lógica, no podría quedarse demasiado tiempo en un lugar donde jamás
encontraría qué comer.
Al
formular esta predicción optimista, sintió que, en efecto, la visitante se
ponía en marcha. Era una araña tan voluminosa y pesada que Enrique Viani pudo
percibir —y contar— el paso de las ocho patas —velludas y un poco viscosas—
sobre la erizada piel de la pierna. Pero, por desgracia, la huésped no se iba:
por el contrario, instaló su nido, tibio y palpitante de cefalotórax y abdomen,
en la concavidad que todos tenemos detrás de la rodilla.
Hasta
aquí la primera —y, por cierto, fundamental— parte de esta historia. Después le
siguieron variantes poco significativas: el hecho básico era que Enrique Viani,
en el temor de ser picado, estaba empecinado en quedarse estático todo el
tiempo que fuere menester, pese a las exhortaciones en sentido contrario que le
impartieron su mujer y sus dos hijas. Llegaron, de este modo, a un punto muerto
en que ningún progreso fue posible.
Entonces
Gabriela —la señora— me hizo el honor de llamarme para ver si yo podía resolver
el problema. Esto ocurrió hacia las dos de la tarde: sacrificar mi única siesta
semanal me causó un poco de disgusto y lancé diatribas silenciosas contra la
gente que no es capaz de arreglárselas sola. En casa de Enrique Viani encontré
una escena patética: él estaba inmóvil, si bien en una postura no demasiado
forzada, parecida a la del descanso en la instrucción militar; Gabriela y las
muchachas lloraban.
Logré
mantener la calma y procuré infundirla en las tres mujeres. Luego le dije a
Enrique Viani que, si él aprobaba mi plan, en un periquete yo podría derrotar
con toda facilidad a la araña invasora. Abriendo muy poquito la boca, para no
transmitir el mínimo movimiento muscular a la pierna, Enrique Viani musitó:
—¿Qué
plan?
Le
expliqué. Con una hojita de afeitar, yo cortaría verticalmente, de abajo
arriba, la pernera derecha del pantalón hasta descubrir, sin siquiera rozarla,
a la araña. Una vez realizada esta operación, sencillo me sería, mediante un
golpe de un periódico arrollado, precipitarla al suelo y, entonces, darle
muerte o capturarla.
—No,
no —masculló Enrique Viani, en contenida desesperación—. La tela del pantalón
va a temblar, y la araña me picará. No, no: ese plan no sirve para nada.
A
la gente cabeza dura no la soporto. Con toda modestia, afirmo que mi plan era
perfecto, y aquel desdichado, que me había hecho perder la siesta, se daba el
lujo de rechazarlo: sin argumentos serios y, por añadidura, con algún desdén.
—Entonces
no sé qué diablos vamos a hacer —dijo Gabriela—. Justamente esta noche le
festejamos los quince años a Patricia...
—Felicitaciones
—dije, y besé a la afortunada.
—...
y no puede ser que los invitados vean a Enrique así como si fuera una estatua.
—Además,
qué va a decir Alejandro.
—¿Quién
es Alejandro?
—Mi
novio —me contestó, previsiblemente, Patricia.
—¡Tengo
una idea! —exclamó Claudia, la más pequeña—. Llamemos a don Nicola y...
Me
apresuro a dejar sentado que el plan de Claudia no me deslumbró y que, por lo
tanto, no me cabe ninguna responsabilidad en su ejecución. Más aún: me opuse a
él con energía. Sin embargo, fue aprobado calurosamente y Enrique Viani mostró
más entusiasmo que nadie.
De
manera que se presentó don Nicola y, de inmediato, pues era hombre de escasas
palabras y de muchos hechos, puso manos a la obra. Rápidamente preparó argamasa
y, ladrillo sobre ladrillo, erigió en torno de Enrique Viani un cilindro alto y
delgado. La estrechez del habitáculo, lejos de ser una desventaja, permitiría a
Enrique Viani dormir de pie, sin temor a caídas que le hicieran perder la
posición vertical. Luego don Nicola revocó prolijamente la construcción, le
aplicó enduido y la pintó de color verde musgo, para que armonizara con el
alfombrado y los sillones.
Sin
embargo, Gabriela —disconforme con el efecto general que ese microobelisco
producía en el living— probó sobre el techo un jarrón con flores y, en seguida,
una lámpara con arabescos. Dubitativa, dijo:
—Que
por ahora quede esta porquería. El lunes compro algo como la gente.
Para
que Enrique Viani no se sintiera tan solo, pensé en colarme en la fiesta de
Patricia, pero la perspectiva de afrontar la música a que son aficionados
nuestros jóvenes me amedrentó. De cualquier modo, don Nicola había tenido la
precaución de confeccionar una diminuta ventana rectangular frente a los ojos
de Enrique Viani, quien así podría divertirse contemplando ciertas
irregularidades advertibles en la pintura de la pared. Viendo, pues, que todo
era normal, me despedí de los Viani y de don Nicola, y regresé a casa.
En Buenos Aires y en estos años, todos estamos
abrumados de tareas y compromisos: lo cierto fue que me olvidé casi por
completo de Enrique Viani. Por fin, hará quince días, logré hacerme de un
ratito libre y fui a visitarlo.
Me
encontré con que sigue habitando en su pequeño obelisco y con la novedad de
que, en torno de éste, ha estrechado ramas y hojas una espléndida enredadera de
campanillas azules. Aparté un poco el exuberante follaje y logré ver a través
de la ventanita un rostro casi transparente de tan pálido. Anticipándose a la
pregunta que yo tenía en la punta de la lengua, Gabriela me informó que, por
una suerte de sabia adecuación a las nuevas circunstancias, la naturaleza había
eximido a Enrique Viani de necesidades físicas de toda índole.
No
quise retirarme sin intentar una última exhortación a la cordura. Le pedí a
Enrique Viani que fuera razonable; que, tras veintidós meses de encierro, sin
duda la famosa araña habría muerto; que, en consecuencia, podríamos destruir la
obra de don Nicola y...
Enrique
Viani ha perdido el habla o, en todo caso, su voz ya no se percibe: se limitó a
negar desesperadamente con los ojos.
Cansado
y, quizás, un poco triste, me retiré.
En general, no pienso en Enrique Viani. Pero, en los
últimos tiempos, recordé dos o tres veces su situación, y me encendí en una
llama de rebeldía: ah, si esos temores injustificados no fueran tan poderosos,
ya verían cómo, a golpes de pico, tiro abajo esa ridícula construcción de don
Nicola; ya verían cómo, ante la elocuencia de los hechos, Enrique Viani
terminaría por convencerse de que sus temores son infundados.
Pero,
después de estos estallidos, prevalece el respeto por el prójimo, y me doy
cuenta de que no tengo ningún derecho a entrometerme en vidas ajenas y a
despojar a Enrique Viani de una ventaja que él mucho valora.
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