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lunes, 23 de junio de 2014

Tucker and Dale vs evil



Chicos de 6to naturales:


Vean la película Tucker and Dale vs evil online (para los que faltaron) y después respondan las preguntas, se encuentra en varios sitios online. en google busquen Tucker y Dale vs Evil online y les aparecen.

 La película es una comedia negra, aquí les dejo la definición de Wikipedia para tener en cuenta.



La comedia negra

La comedia negra es un género cinematográfico que se caracteriza por  tratar sobre temas tabú, especialmente la muerte, abordados de manera humorística. La comedia negra es una comedia que utiliza el humor negro para provocar risa.

Las principales características de este tipo de comedia son:

La falta de poder

La falta de poder es la causa principal de la crisis de los protagonistas. En la comedia negra los personajes no tienen control sobre sus vidas, trabajo, parejas, etc. La obsesión por rectificar su falta de poder es el motor que impulsa a los personajes, es la fuerza impulsora detrás de los objetivos del protagonista.

La falta de perspicacia

La falla más común en los personajes de la comedia negra es la falta de perspicacia. Los protagonistas no tienen metas a largo plazo y carecen de ambiciones.

Burla y disfunción

En la comedia negra los conflictos evidencian una disfunción que funciona como burla a las instituciones como la familia o la religión.

Final trágico

En la comedia negra los personajes siempre sufren un final trágico que por lo general termina con la muerte (asesinato o suicidio) o muerte simbólica (perdida de algo importante para el protagonista).

Temas

Los temas en la comedia negra son diferentes a los de la comedia tradicional. El hombre como bestia, el absurdo del mundo y la omnipotencia de la muerte son sus principales ejes temáticos.

La Retórica de la comedia negra

A diferencia de la comedia tradicional, la cual utiliza la incongruencia del diálogo como figura retórica, la comedia negra utiliza a sus personajes como figuras retóricas en sí mismas. Los personajes de la comedia negra se burlan de las normas y las reglas sociales a través de sus acciones, las cuales están justificadas por sus filosofías de vida que por lo general son contrarias a la moral establecida. También las figuras retóricas suelen extenderse incluso en la banda sonora de las películas: por ejemplo, la yuxtaposición de la violencia y las letras libres de preocupaciones en las escenas violentas. Estas son técnicas retóricas de la incongruencia que cuestionan nuestras ideas establecidas sobre la violencia.

El desarrollo de la comedia negra

La comedia negra en el cine tiene sus influencias en la aparición del humor negro en la comedia tradicional y en otros géneros cinematográficos. Los primeros antecedentes del humor negro en el cine se remontan a las películas del movimiento surrealista y algunas comedias de Charles Chaplin y Buster Keaton. Pero fue en las décadas del cuarenta y del cincuenta donde la comedia negra se convirtió en un género reconocible. Esto se debió a la aparición de películas como Arsenic and old lace (1944), The lady killers (1955) y The trouble with Harry (1955), que fueron películas con una premisa simple: el asesinato puede ser divertido. Se trivializa la muerte mostrando a sus protagonistas asesinos matando gente con compostura amable. Su manera fue simpática e incongruente con su acto subversivo. El tono, sin embargo, era ligero y divertido.

Dispositivos cómicos

Al igual que en la comedia tradicional, en la comedia negra el objetivo es criticar a la sociedad, las costumbres y las tradiciones sociales. Ambos géneros utilizan los mismos dispositivos para provocar risa, pero los emplean de diferentes maneras.

Incongruencia

El comportamiento fuera de contexto de los protagonistas en la comedia tradicional es ejecutado de forma casual. En la comedia negra la incongruencia de los personajes es parte del plan para ganar poder y cumplir con su objetivo, a su vez estas acciones provocan más angustia y sufrimiento para los mismos. La incongruencia de las acciones lleva adelante la historia.

Conflictos

El conflicto en la comedia negra funciona de forma similar a la comedia tradicional, con la excepción que los personajes enfrentan los conflictos de manera diferente, con conductas fuera de lo aceptable.

Convicción y obsesión

En la comedia negra los personajes tienen una fuerte convicción, a tal punto que no advierten las repercusiones de su comportamiento. Están demasiado centrados en sus objetivos que pierden su capacidad de percepción. Su obsesión y su ceguera son las causas de su caída.

El engaño

El engaño en la comedia tradicional es un dispositivo recurrente para crear incertidumbre en el público. En cambio, en la comedia negra los personajes no tienen necesidad de disfrazar sus acciones transgresoras mediante el engaño, porque su convicción es tan fuerte que creen que su comportamiento es totalmente aceptable.

Suspenso y sorpresa

El suspenso y la sorpresa son dispositivos utilizados en la mayoría de las películas en mayor o menor grado. Ambos, son utilizados en la comedia tradicional para provocar risa. Este dispositivo se divide en tres partes: introducción (se establece una ley mediante diálogo o acción), validación (acto que confirma la ley y crea expectación) y violación (rompe con la lógica con una sorpresa para generar risa). En la comedia negra el suspenso y la sorpresa están ausentes.

El cumplimiento de deseos y los peores miedos

En la comedia negra el cumplimiento de los deseos de los personajes se produce de una forma subversiva, anti-social o anormal. Los personajes de la comedia negra no suelen ser impulsados por su peor temor y el deseo de superarlo, como ocurre en la comedia tradicional donde el peor temor impide el cumplimiento de deseos de los personajes, los cuales se ven obligados a superar su temor para conseguir su meta. En la comedia negra los personajes son valientes y firmes en sus convicciones y por lo general sus temores no son los obstáculos a superar.

Caos y anarquía

En la comedia negra- a diferencia de la comedia tradicional donde el caos y la anarquía son graciosos y se resuelven de forma simple- el caos y la anarquía son más subversivos y con final trágico o ambiguo. Una vez que el caos irrumpe, la normalidad no vuelve nunca más.

lunes, 16 de junio de 2014

La foto salió movida, de Julio Cortázar




La foto salió movida
Julio Cortázar,
en “Historias de cronopios y de famas”
    Un cronopio va a abrir la puerta de calle, y al meter la mano en el bolsillo para sacar la llave lo que saca es una caja de fósforos, entonces este cronopio se aflige mucho y empieza a pensar que si en vez de la llave encuentra los fósforos, sería horrible que el mundo se hubiera desplazado de golpe, y a lo mejor si los fósforos están donde la llave, puede suceder que encuentre la billetera llena de fósforos, y la azucarera llena de dinero, y el piano lleno de azúcar, y la guía del teléfono llena de música, y el ropero lleno de abonados, y la cama llena de trajes, y los floreros llenos de sábanas, y los tranvías llenos de rosas, y los campos llenos de tranvías. Así es que este cronopio se aflige horriblemente y corre a mirarse al espejo, pero como el espejo esta algo ladeado lo que ve es el paragüero del zaguán, y sus presunciones se confirman y estalla en sollozos, cae de rodillas y junta sus manecitas no sabe para que. Los famas vecinos acuden a consolarlo, y también las esperanzas, pero pasan horas antes de que el cronopio salga de su desesperación y acepte una taza de té, que mira y examina mucho antes de beber, no vaya a pasar que en vez de una taza de té sea un hormiguero o un libro de Samuel Smiles.
Julio Cortázar, en  "Historias de Cronopios y de Famas", Julio Cortázar, 1962.

El techo del altillo, de Adriana Irene Macaggi



El techo del altillo
Adriana Irene Macaggi
Hoy hace ya dos años que mamá subió por primera vez al techo del altillo.
Aquel día, estábamos viendo  nuestro programa favorito de T.V. del lunes al mediodía. Aclaro la hora porque también tenemos un programa favorito los martes, jueves y domingos por la mañana,  los miércoles, jueves y sábados por la tarde, y los lunes y viernes sobre la medianoche, amén de los preferidos de papá, que no coinciden con los nuestros, y los teleteatros lacrimógenos que solía ver abuelita con pañuelo en mano y corazón acongojado. A mamá también le gustaban los teleteatros, pero en su actual situación ha tenido que conformarse. De lo expresado hasta el momento se puede claramente advertir que en casa el televisor no se paga un minuto desde que comienza hasta que termina la programación. Que nadie imagine obra de la casualidad esta organización que hoy nos enorgullece, y por la cual logramos que no se superpongan en ningún caso los programas preferidos de unos y otros miembros familiares, amén de exhaustivos estudios, discusiones, órdenes, contraórdenes, gritos, llantos y palizas.
Retornando al principio, ese lunes al mediodía, mientras masticábamos automáticamente una hamburguesa y clavábamos las ávidas miradas en la pantalla, sucedió algo terrible, inaudito y fuera de todo cálculo: la imagen desapareció y en su lugar una lluvia gris e irritante vino a reemplazar la sonrisita sarcástica del héroe de turno. La gritería fue instantánea y general, acompañada lógicamente por el clásico pataleo contra el piso y alguno que otro chiflido emitido por el que había logrado tragar su bocado. Todo fue en vano, sin embargo, y no hubo más remedio que dejar de sacudir el aparato, que a todo esto ya corría el riesgo de desarmarse por completo con tanto golpe.
Papá, que por algo es el jefe de familia, tomó una resolución: había que ir a ver si la antena seguía en su lugar, allá en el techo del altillo. Así que todos en caravana, o por decirlo con mayor verismo, como manada en estampida, corrimos escaleras arriba, desembocamos en la terraza, y luego por la escalerilla adosada a la pared, alcanzamos el famoso techo.
Efectivamente, el problema estaba en la antena, pero para descubrirlo tardamos más de media hora y perdimos definitivamente (aún no nos hemos repuesto después de dos años) el final de la película. Cuando luego de constatar, uno por uno, todo el grupo familiar, que no cabían dudas y que el cable no se había desconectado, mi hermano Felipe aventuró la opinión de que podía ser un problema de orientación. Y allí comenzó la odisea, las subidas y las bajadas, porque todos queríamos participar, y estaba el que giraba locamente la antena y el que volvía a patear el televisor, y el otro que gritaba desde la puerta cualquier variación en la imagen, más la carrera de posta entre mis tres hermanas que  se pasaban el dato y lo hacían llegar al techo del altillo.
Y aquí es donde interviene mamá. Nuestra santa madre, que hasta ese momento no se había atrevido a abrir la boca por no interrumpir la complicada tarea, se aventuró tímidamente hasta el soporte de la antena y apoyó su mano en el grueso caño. Y entonces ocurrió el milagro: Pepe, que montaba guardia frente a la pantalla, lanzó el alarido ¡NO TOQUEN MÁS!, Felipe, desde la puerta, pasó la voz a mis hermanas, que con alas en los pies  llevaron a papá la noticia, y yo, que estaba trepado a la mitad de la escalerilla me quedé petrificado contemplando a mi madre, con su mano todavía sobre el caño. ¡Quién lo hubiera dicho! Ella, tan apocada y silenciosa, tan diligente e insignificante, lo había logrado. E inmediatamente una arrebatadora ternura invadió mi corazón, y todavía hoy, cada vez que pienso en ella, se me agolpa la emoción en la garganta, y si no fuera porque me impediría ver con nitidez el programa, hasta me pondría a llorar  de puro agradecimiento.
Por supuesto que mamá no se atrevió a soltar el caño, porque cabía la posibilidad de que la imagen volviera a desengancharse, y sabe Dios cuándo se podría solucionar el problema.
Así que esa tarde decidimos entre todos arreglarnos solos en la casa para que mamá no tuviera que dejar su posición.
Cuando, ya entrada la noche, la programación del día se dio por terminada, toda la familia se reunió en conciliábulo para ver qué determinación se debía tomar. Finalmente, decidimos alcanzarle a mamá una manta y una taza de té caliente  y esperar hasta el día siguiente para ver cómo se presentaban las cosas. Por supuesto, lo primero que hicimos al levantarnos fue prender el televisor, y aunque era demasiado temprano, pudimos comprobar que jamás se había visto en casa una señal de ajuste tan espectacularmente perfecta. ¡Qué es lo que no puede hacer una madre por amor a sus hijos!
Por suerte a la abuela no le interesaba el programa de las doce y sabía cocinar alguna cosita fácil. Así que al mediodía, durante la propaganda, subimos a ver cómo estaba mamá y aprovechamos para alcanzarle una salchicha. Parece  que se le había acalambrado la mano, pero con su característica bondad y reconocido estoicismo nos dijo que se encontraba perfectamente y que no teníamos que preocuparnos por ella.
Pasó una semana. Hacíamos guardias para subir al menos tres veces por día por si necesitaba algo. Una vez nos pidió una revista porque se aburría un poco. Ya se conocía  de memoria los movimientos de la vecina de enfrente, y como no podía sentarse para el otro lado, so pena de retorcerse el brazo que no tenía que mover,  no había nada más que la distrajera. Otra vez pidió un paraguas, porque de día la molestaba un poco el sol, y de paso por si se levantaba alguna tormenta sorpresiva.
También manifestó hallarse encantada de poder observar las estrellas. De niña siempre había deseado ser astronauta, pero la vida no le brindó la posibilidad.
En la segunda semana se operó un cambio en ella. Cada vez que le alcanzábamos la salchicha con el riesgo de perder una parte de la serie, decía que se encontraba inapetente. Posiblemente la falta de actividad le había afectado el metabolismo. Así que, por juzgarla innecesaria, optamos por suprimir la subida del mediodía.
Al mes de estar en el techo, mamá nos dijo que se sentía feliz. Como las piernas se la habían dormido completamente, ya no le dolía esa rodilla inflamada que tanto la había molestado durante los últimos años. Además, los pajaritos se habían acostumbrado a ella, se acercaban confiados a picotear a su alrededor, y hasta se habían subido varias veces sobre su regazo. Comenzaba a sentirse fascinada por esta nueva experiencia del contacto con la naturaleza. Finalmente su vida comenzaba a tener nuevas expectativas.
En casa todo seguía su curso normal. Ya no extrañábamos la presencia silenciosa de nuestra madre, y las visitas al techo fueron espaciándose poco a  poco, por un lado porque ella nunca necesitaba nada, y por otro lado porque algunos miembros de la familia se habían salteado el turno, y no era justo que los demás tuvieran que hacer subidas extras. Nuestra familia siempre se ha caracterizado por su sentido de la equidad.
Cuando murió la abuela nos vimos algo complicados, pero descubrimos que las salchichas frías son igualmente ricas, así que pronto superamos el doloroso trance. A mamá no le dijimos nada, naturalmente. Después de todo ¿para qué entristecerla? No fuera el caso de que quisiera asistir al sepelio y se estropeara en un minuto el sacrificio de tantos meses.
Como decía, hoy hace dos años de ese lunes de primavera. Rara vez subimos ya a visitar a mamá. Ella ha asumido su nueva existencia con alegría y no nos necesita para nada.
La última vez que trepé la escalerilla y la espié sin que me viera, hace de esto tres meses, tenía una sonrisa en los labios y miraba tiernamente el nido que una parejita de gorriones construía amorosamente sobre su hombro izquierdo. Y como si fuera poco, la enredadera que lentamente había ido trepando por sus pies y ahora envolvía su cintura y su pecho, le había regalado con dos capullitos lilas, que abrían sus tiernos pétalos entre un manojo de brotes frescos, justo sobre su corazón.


Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza y Un drama de nuestro tiempo, dos de Fernando Sorrentino

Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza
Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza. Justamente hoy se cumplen cinco años desde el día en que empezó a pegarme con el paraguas en la cabeza. En los primeros tiempos no podía soportarlo; ahora estoy habituado.
No sé cómo se llama. Sé que es un hombre común, de traje gris, algo canoso, con un rostro vago. Lo conocí hace cinco años, en una mañana calurosa. Yo estaba leyendo el diario, a la sombra de un árbol, sentado en un banco del bosque de Palermo. De pronto, sentí que algo me tocaba la cabeza. Era este mismo hombre que, ahora, mientras estoy escribiendo, continúa mecánica e indiferentemente pegándome paraguazos.
En aquella oportunidad me di vuelta lleno de indignación: él siguió aplicándome golpes. Le pregunté si estaba loco: ni siquiera pareció oírme. Entonces lo amenacé con llamar a un vigilante: imperturbable y sereno, continuó con su tarea. Después de unos instantes de indecisión y viendo que no desistía de su actitud, me puse de pie y le di un puñetazo en el rostro. El hombre, exhalando un tenue quejido, cayó al suelo. En seguida, y haciendo, al parecer, un gran esfuerzo, se levantó y volvió silenciosamente a pegarme con el paraguas en la cabeza. La nariz le sangraba, y, en ese momento, tuve lástima de ese hombre y sentí remordimientos por haberlo golpeado de esa manera. Porque, en realidad, el hombre no me pegaba lo que se llama paraguazos; más bien me aplicaba unos leves golpes, por completo indoloros. Claro está que esos golpes son infinitamente molestos. Todos sabemos que, cuando una mosca se nos posa en la frente, no sentimos dolor alguno: sentimos fastidio. Pues bien, aquel paraguas era una gigantesca mosca que, a intervalos regulares, se posaba, una y otra vez, en mi cabeza.
Convencido de que me hallaba ante un loco, quise alejarme. Pero el hombre me siguió en silencio, sin dejar de pegarme. Entonces empecé a correr (aquí debo puntualizar que hay pocas personas tan veloces como yo). Él salió en persecución mía, tratando en vano de asestarme algún golpe. Y el hombre jadeaba, jadeaba, jadeaba y resoplaba tanto, que pensé que, si seguía obligándolo a correr así, mi torturador caería muerto allí mismo.
Por eso detuve mi carrera y retomé la marcha. Lo miré. En su rostro no había gratitud ni reproche. Sólo me pegaba con el paraguas en la cabeza. Pensé en presentarme en la comisaría, decir: «Señor oficial, este hombre me está pegando con un paraguas en la cabeza». Sería un caso sin precedentes. El oficial me miraría con suspicacia, me pediría documentos, comenzaría a formularme preguntas embarazosas, tal vez terminaría por detenerme.
Me pareció mejor volver a casa. Tomé el colectivo 67. Él, sin dejar de golpearme, subió detrás de mí. Me senté en el primer asiento. Él se ubicó, de pie, a mi lado: con la mano izquierda se tomaba del pasamanos; con la derecha blandía implacablemente el paraguas. Los pasajeros empezaron por cambiar tímidas sonrisas. El conductor se puso a observarnos por el espejo. Poco a poco fue ganando al pasaje una gran carcajada, una carcajada estruendosa, interminable. Yo, de la vergüenza, estaba hecho un fuego. Mi perseguidor, más allá de las risas, siguió con sus golpes.
Bajé —bajamos— en el puente del Pacífico. Íbamos por la avenida Santa Fe. Todos se daban vuelta estúpidamente para mirarnos. Pensé en decirles: «¿Qué miran, imbéciles? ¿Nunca vieron a un hombre que le pegue a otro con un paraguas en la cabeza?». Pero también pensé que nunca habrían visto tal espectáculo. Cinco o seis chicos empezaron a seguirnos, gritando como energúmenos.
Pero yo tenía un plan. Ya en mi casa, quise cerrarle bruscamente la puerta en las narices. No pude: él, con mano firme, se anticipó, agarró el picaporte, forcejeó un instante y entró conmigo.
Desde entonces, continúa golpeándome con el paraguas en la cabeza. Que yo sepa, jamás durmió ni comió nada. Simplemente se limita a pegarme. Me acompaña en todos mis actos, aun en los más íntimos. Recuerdo que, al principio, los golpes me impedían conciliar el sueño; ahora, creo que, sin ellos, me sería imposible dormir.
Con todo, nuestras relaciones no siempre han sido buenas. Muchas veces le he pedido, en todos los tonos posibles, que me explicara su proceder. Fue inútil: calladamente seguía golpeándome con el paraguas en la cabeza. En muchas ocasiones le he propinado puñetazos, patadas y —Dios me perdone— hasta paraguazos. Él aceptaba los golpes con mansedumbre, los aceptaba como una parte más de su tarea. Y este hecho es justamente lo más alucinante de su personalidad: esa suerte de tranquila convicción en su trabajo, esa carencia de odio. En fin, esa certeza de estar cumpliendo con una misión secreta y superior.
Pese a su falta de necesidades fisiológicas, sé que, cuando lo golpeo, siente dolor, sé que es débil, sé que es mortal. Sé también que un tiro me libraría de él. Lo que ignoro es si el tiro debe matarlo a él o matarme a mí. Tampoco sé si, cuando los dos estemos muertos, no seguirá golpeándome con el paraguas en la cabeza. De todos modos, este razonamiento es inútil: reconozco que no me atrevería a matarlo ni a matarme.
Por otra parte, en los últimos tiempos he comprendido que no podría vivir sin sus golpes. Ahora, cada vez con mayor frecuencia, me hostiga cierto presentimiento. Una nueva angustia me corroe el pecho: la angustia de pensar que, acaso cuando más lo necesite, este hombre se irá y yo ya no sentiré esos suaves paraguazos que me hacían dormir tan profundamente.





Un drama de nuestro tiempo
Este episodio ocurrió cuando la juventud y el optimismo eran atributos que me acompañaban.
En el barrio de Las Cañitas, y por la calle Matienzo, corrían las tibiezas de octubre. Serían las once de la mañana y era jueves, el único día de la semana que el horario escolar me dejaba en plenitud para mí: yo era profesor de Lengua y Literatura en más de un colegio secundario, tenía veintisiete años y un ilimitado entusiasmo hacia la imaginación y hacia los libros.
Me hallaba sentado en el balcón, tomando mate y releyendo, después de unos tres lustros, las encantadoras aventuras de Las minas del rey Salomón: noté con alguna tristeza que ya no me gustaban tanto como entonces.
De pronto supe que alguien me estaba mirando.
Alcé la vista. En uno de los balcones del edificio de enfrente, y a la misma altura del mío, sorprendí la presencia de una muchacha. Levanté la mano y le mandé un saludo. Ella me dijo chau con el brazo y abandonó el balcón.
Interesado en las posibles derivaciones, traté de entrever el interior de su departamento, sin ningún resultado.
«Ésta no sale más», me dije, y volví a la lectura. No habría leído diez líneas, cuando reapareció, ahora con anteojos ahumados, y se sentó en una reposera.
Empecé a prodigarme en gestos y ademanes infructuosos. La muchacha leía —o fingía leer— una revista. «Es un ardid», pensé; «no puede ser que no me vea, y ahora se ha puesto en exposición, para que yo la contemple.» No podía distinguirle bien las facciones, pero sí el cuerpo: alto y delgado; el pelo, lacio y oscuro, le caía a plomo sobre los hombros. En conjunto, me pareció una hermosa muchacha, de unos veinticuatro o veinticinco años.
Abandoné el balcón, fui al dormitorio, la espié a través de la persiana: ella miraba hacia mi casa. Entonces salí corriendo y la sorprendí en esa postura culpable.
La saludé con un ampuloso ademán, que exigía la recíproca. En efecto, me retribuyó el saludo. Después de los saludos, lo normal es iniciar una conversación. Pero, desde luego, no íbamos a gritarnos de vereda a vereda. Entonces efectué con el índice derecho cerca de mi oreja ese movimiento giratorio que, como todo el mundo sabe, significa pedir permiso para llamar por teléfono. Metiendo la cabeza entre los hombros y abriendo manos y brazos, la muchacha me contestó, una y otra vez, que no entendía. ¡Canalla! ¿Cómo no iba a entender?
Entré, desenchufé el teléfono y regresé con él al balcón. Lo exhibí, como un trofeo deportivo, alzándolo con ambas manos sobre la cabeza. «Y, taradita, ¿entendés o no entendés?» Sí, entendía: el rostro le relampagueó en una sonrisa blanca y me respondió con un gesto afirmativo.
Muy bien: ya tenía autorización para telefonearle. Sólo que ignoraba su número. Era menester preguntárselo mediante mímica.
Recurrí a gestos y ademanes muy complejos. Formular la pregunta resultaba difícil, pero ella sabía perfectamente qué necesitaba conocer yo. Por supuesto, y tal como suelen proceder las mujeres, quería divertirse un poco conmigo.
Jugó hasta donde le fue posible. Y, por último, fingió comprender lo que ya, desde el principio, había entendido sin dudar.
Dibujó con el índice unos jeroglíficos en el aire. Me di cuenta de que ella escribía para su propia lectura y de que me era necesario «decodificar» los rasgos que yo veía como ubicado tras un cristal. Con este método de leer en espejo obtuve las siete cifras que me pondrían en comunicación con la bella vecina de la casa de enfrente.
Yo estaba contentísimo. Enchufé el teléfono y disqué. Al primer ring, levantaron el tubo:
—¡Sííí...! —atronó en mi oído una gruesa voz de hombre.
Sorprendido por esta bifurcación, vacilé un instante.
—¿Quién habla? —agregó el vozarrón, ya con un matiz de cólera y de impaciencia.
—Este... —musité, amedrentado—. ¿Hablo con el 771...?
—¡Más fuerte, señor! —me interrumpió, de modo insoportable—. ¡No se escucha nada, señor! ¿Con quién quiere hablar, señor?
Dijo más fuerte en lugar de más alto, dijo no se escucha en lugar de no se oye, dijo señor con el tono que suele emplearse para decir imbécil. Asustadísimo, balbuceé:
—Este... Con la chica...
—¿Qué chica, señor? ¿De qué chica me está hablando, señor? —en el vozarrón acechaba una amenaza.
¿Cómo explicarle algo a alguien que no quiere entender?
—Este... Con la chica del balcón —mi voz era un hilito de cristal.
Pero no se apiadó. Al contrario, se enfureció más:
—¡No moleste, señor, por favor! ¡Somos gente que trabaja, señor!
Un iracundo clic cortó la comunicación. Azorado, quedé un instante sin fuerzas. Miré el teléfono y lo maldije entre dientes.
Luego califiqué con duros adjetivos a aquella muchacha tonta que no había tenido la precaución de atender ella misma. En seguida pensé que la culpa era mía, por haber llamado tan pronto. De la rapidez con que atendió el hombre del vozarrón, deduje que el aparato estaría al alcance de su mano, acaso sobre su escritorio: por eso había dicho «Somos gente que trabaja.» ¿Y a mí qué? Todo el mundo trabajaba: no había mérito especial en ello. Traté de imaginar a ese individuo, atribuyéndole rasgos odiosos: lo pensé gordo, rojizo, sudoroso, panzón.
Ese hombre estentóreo me había infligido una terminante derrota telefónica. Me sentí un poco deprimido y con deseos de venganza.
Después volví al balcón, resuelto a preguntarle a la muchacha su nombre. No estaba. «Claro», inferí, optimista, «estará junto al teléfono, esperando con ansiedad mi llamada».
Con renovados bríos, pero también con temor, marqué los siete números. Oí un ring; oí:
—¡¡¡Sííí...!!!
Aterrorizado, corté la comunicación.
Pensé: «Ese troglodita se permite tiranizarme sólo porque a mí me falta un elemento: el nombre de la persona con quien quiero hablar. Es necesario conseguirlo.»
Después razoné: «En la Guía Verde hay una sección donde es posible encontrar los apellidos de los clientes a partir de sus números de teléfono. Yo no tengo Guía Verde. Las grandes empresas tienen Guía Verde. Los bancos son grandes empresas. Los bancos tienen Guía Verde. Mi amigo Balbón trabaja en un banco. Los bancos abren a las doce.»
Esperé hasta las doce y cinco, y llamé a Balbón:
—Oh, querido amigo Fernando —contestó—, me hallo en extremo regocijado y confortado de oír tu voz...
—Gracias, Balbón. Pero escuchame...
—... tu voz de joven despreocupado y libre de obligaciones, deberes y responsabilidades. Feliz de ti, querido amigo Fernando, que tomas la vida como un devenir afortunado y no permites que ningún hecho exterior enturbie la paz de tu existencia. Feliz de ti...
No tengo cómo probarlo pero ruego ser creído: juro que Balbón existe y que, en efecto, habla así y dice ese tipo de cosas.
Después de adornarme con aquellas imaginarias venturas, se pintó a sí mismo —sin permitirme hablar— como una especie de víctima:
—En cambio, yo, el humilde e ínfimo Balbón, continúo hoy, como lo hice ayer y lo haré mañana, y por todos los siglos de los siglos, arrastrando un gravoso carro de miserias y de tristezas, a través de este pérfido planeta…
Yo había oído miles de veces esa historia.
Me distraje un poco esperando que concluyese con sus quejas. De pronto, oí:
—He tenido mucho gusto en hablar contigo. Será hasta cualquier momento.
Y cortó la comunicación.
Indignado, al instante volví a llamarlo:
—¡Che, Balbón! —le reproché—. ¿Por qué cortaste?
—Ah —dijo—. ¿Tú querías decirme algo?
—Necesitaría que te fijaras en la Guía Verde a qué apellido corresponde el siguiente número de teléfono...
—Aguarda un instante. Voy a buscar mi estilográfica, pues aborrezco escribir con lápices o biromes.
Me devoraba la impaciencia.
—Ese número —dijo, al cabo de algunos minutos— corresponde a una tal CASTELLUCCI, IRMA G. DE. Castellucci con doble ele y doble ce. Pero, ¿para qué lo quieres?
—Muchas gracias, Balbón. Otro día te explico. Chau.
Ahora sí: yo me hallaba en posesión de un arma poderosa. Marqué el número de la muchacha.
—¡¡¡Sííí...!!! —tronó el cavernícola.
Sin vacilar, con voz sonora y bien modulada, y con cierto tinte perentorio, articulé:
—Por favor, me comunica con la señorita Castellucci.
—¿De parte de quién, señor?
Que pregunten de parte de quién es una costumbre que me irrita. Para desconcertarlo, le dije:
—De parte de Tiberíades Heliogábalo Asoarfasayafi.
—¡Pero, señor! —estalló—. ¡La familia Castellucci hace como cuatro años que no vive más aquí, señor! ¡Siempre están molestando con ese maldito Castellucci, señor!
—Y si no vive más ahí, ¿para qué me preguntó de par...?
En la mitad de la palabra me interrumpió su furioso clic: ni siquiera me había permitido expresar esa mínima protesta ante su despotismo. ¡Ah, pero eso no iba a quedar así!
A toda velocidad, volví a discar:
—¡¡¡Sííí...!!!
Con pronunciación de retardado mental, pregunté:
—¿Habdo co da famidia Castedusi?
—¡Pero no, señor! ¡La familia Castellucci hace más de cinco años que no vive más aquí, señor!
—Ah... Qué suedte: estoy habdando con ed señod Castedusi... ¿Cómo de va, señod Castedusi?
—¡Pero no, señor! ¡Entiéndame, señor! —estaba hecho una dinamita—. ¡La familia Castellucci hace como siete años que no vive más aquí, señor!
—¿Cómo está usté, señod Castedusi? —insistí, cordialmente—. ¿Y su señoda? ¿Y dos pibes? ¿No se acuedda de mí, señod Castedusi?
—¿Pero quién habla, señor? —el monstruo, además de terrible, era curioso.
—Habda Madio, señod Castedusi.
—¿Mario? —repitió, con asco—. ¿Qué Mario?
—Madio, señod Castedusi: Madio, ed que se escuendió en ed admadio.
—¿¡Cómo...!? —no me había entendido bien: yo tenía la boca llena de risa.
—Madio, señod Castedusi, Madio Adbedto.
—¿Mario Alberto? ¿Qué Mario Alberto?
—Madio Adbedto, ed que tiene un ojo bizco y ed otdo tuedto, señod Castedusi.
Aquello fue una especie de bomba atómica:
—¡¡¡Pero no molestés, idiota, haceme el favor!!! ¿¡Por qué no te pegás un tiro, infeliz!?
—Podque no puedo, señod Castedusi. Tengo una puntedía de miedda, señod Castedusi. Da údtima vez que quise pegadme un tido en da cabeza, maté sin queded a un pingüino que estaba en da Antádtida, señod Castedusi.
Hubo un instante de silencio, como si aquel individuo enloquecido de rabia, para no ser fulminado por un infarto, aspirase, en una sola bocanada, todo el oxígeno de la atmósfera terrestre.
Yo, muy atento, esperaba.
Entonces, con el máximo furor y ahogándose en su propia cólera, el vestiglo lanzó sobre mí, a los gritos, esta descarga de artillería pesada, donde cada palabra, impaciente por ser proferida, se tropezaba con las demás:
—¡¡¡¡Pero morite, pedazo de idiota, tarado cerebral, grandísimo repelotudo, parásito, infradotado de mierda, cornudo, inútil, inservible, pajero, reverendo imbécil, sifilítico, blenorrágico, boludo alegre!!!!
—Me siento muy hondado pod sus padabdas, señod Castedusi. Muchas gdacias, señod Castedusi.
Cortó de un golpe violentísimo. Fue una lástima: me habría encantado que siguiera insultándome. Era delicioso imaginar a mi enemigo: rojo, transpirado, mesándose los cabellos y mordiéndose los nudillos, quizá con el aparato telefónico averiado a causa del golpe...
Experimenté algo parecido a la felicidad y ya no me importó no haber podido hablar con la muchacha del balcón.

Temores injustificados, de Fernando Sorrentino



Fernando Sorrentino                             Temores injustificados


        Yo no soy demasiado sociable, y muchas veces me olvido de mis amistades. Tras casi dos años, en esos días de enero de 1979 —tan calurosos—, fui a visitar a un amigo que sufre de temores un poco injustificados. Su nombre no viene al caso: pongamos que se llama —es un decir— Enrique Viani.
 
        Cierto sábado de marzo de 1977 su vida sufrió un cambio bastante notable.
 
        Resulta que, estando esa mañana en el living de su casa, cerca de la puerta del balcón, Enrique Viani vio, de pronto, una «enorme» —según él— araña sobre su zapato derecho. No había terminado de pensar que ésa era la araña más grande que había visto en su vida, cuando, abandonando bruscamente el zapato, el animal se le introdujo, por la bocamanga, entre la pierna y el pantalón.
 
        Enrique Viani quedó —dijo— «petrificado». Jamás le había ocurrido nada tan desagradable. En ese instante recordó dos conceptos leídos quién sabe cuándo, a saber: 1) que, sin excepción, todas las arañas, aun las más pequeñas, poseen veneno, y la posibilidad de inocularlo, y 2) que las arañas sólo pican cuando se consideran agredidas o molestadas. Con toda evidencia, esa araña descomunal tendría, por fuerza, abundante veneno, y con alto grado de nocividad. Aunque tal concepto es erróneo, ya que las más letales suelen ser las arañas más pequeñas —por ejemplo, la tristemente célebre viuda negra—, Enrique Viani pensó que lo más sensato era quedarse inmóvil, pues, al menor estremecimiento suyo, la araña le inyectaría una dosis de ponzoña definitiva.
 
        De manera que permaneció rígido cinco o seis horas, con la razonable esperanza de que la araña terminaría por abandonar el sitio que había ocupado sobre su tibia derecha: por lógica, no podría quedarse demasiado tiempo en un lugar donde jamás encontraría qué comer.
 
        Al formular esta predicción optimista, sintió que, en efecto, la visitante se ponía en marcha. Era una araña tan voluminosa y pesada que Enrique Viani pudo percibir —y contar— el paso de las ocho patas —velludas y un poco viscosas— sobre la erizada piel de la pierna. Pero, por desgracia, la huésped no se iba: por el contrario, instaló su nido, tibio y palpitante de cefalotórax y abdomen, en la concavidad que todos tenemos detrás de la rodilla.
 
        Hasta aquí la primera —y, por cierto, fundamental— parte de esta historia. Después le siguieron variantes poco significativas: el hecho básico era que Enrique Viani, en el temor de ser picado, estaba empecinado en quedarse estático todo el tiempo que fuere menester, pese a las exhortaciones en sentido contrario que le impartieron su mujer y sus dos hijas. Llegaron, de este modo, a un punto muerto en que ningún progreso fue posible.
 
        Entonces Gabriela —la señora— me hizo el honor de llamarme para ver si yo podía resolver el problema. Esto ocurrió hacia las dos de la tarde: sacrificar mi única siesta semanal me causó un poco de disgusto y lancé diatribas silenciosas contra la gente que no es capaz de arreglárselas sola. En casa de Enrique Viani encontré una escena patética: él estaba inmóvil, si bien en una postura no demasiado forzada, parecida a la del descanso en la instrucción militar; Gabriela y las muchachas lloraban.
 
        Logré mantener la calma y procuré infundirla en las tres mujeres. Luego le dije a Enrique Viani que, si él aprobaba mi plan, en un periquete yo podría derrotar con toda facilidad a la araña invasora. Abriendo muy poquito la boca, para no transmitir el mínimo movimiento muscular a la pierna, Enrique Viani musitó:
 
        —¿Qué plan?
 
        Le expliqué. Con una hojita de afeitar, yo cortaría verticalmente, de abajo arriba, la pernera derecha del pantalón hasta descubrir, sin siquiera rozarla, a la araña. Una vez realizada esta operación, sencillo me sería, mediante un golpe de un periódico arrollado, precipitarla al suelo y, entonces, darle muerte o capturarla.
 
        —No, no —masculló Enrique Viani, en contenida desesperación—. La tela del pantalón va a temblar, y la araña me picará. No, no: ese plan no sirve para nada.
 
        A la gente cabeza dura no la soporto. Con toda modestia, afirmo que mi plan era perfecto, y aquel desdichado, que me había hecho perder la siesta, se daba el lujo de rechazarlo: sin argumentos serios y, por añadidura, con algún desdén.
 
        —Entonces no sé qué diablos vamos a hacer —dijo Gabriela—. Justamente esta noche le festejamos los quince años a Patricia...
 
        —Felicitaciones —dije, y besé a la afortunada.
 
        —... y no puede ser que los invitados vean a Enrique así como si fuera una estatua.
 
        —Además, qué va a decir Alejandro.
 
        —¿Quién es Alejandro?
 
        —Mi novio —me contestó, previsiblemente, Patricia.
 
        —¡Tengo una idea! —exclamó Claudia, la más pequeña—. Llamemos a don Nicola y...
 
        Me apresuro a dejar sentado que el plan de Claudia no me deslumbró y que, por lo tanto, no me cabe ninguna responsabilidad en su ejecución. Más aún: me opuse a él con energía. Sin embargo, fue aprobado calurosamente y Enrique Viani mostró más entusiasmo que nadie.
 
        De manera que se presentó don Nicola y, de inmediato, pues era hombre de escasas palabras y de muchos hechos, puso manos a la obra. Rápidamente preparó argamasa y, ladrillo sobre ladrillo, erigió en torno de Enrique Viani un cilindro alto y delgado. La estrechez del habitáculo, lejos de ser una desventaja, permitiría a Enrique Viani dormir de pie, sin temor a caídas que le hicieran perder la posición vertical. Luego don Nicola revocó prolijamente la construcción, le aplicó enduido y la pintó de color verde musgo, para que armonizara con el alfombrado y los sillones.
 
        Sin embargo, Gabriela —disconforme con el efecto general que ese microobelisco producía en el living— probó sobre el techo un jarrón con flores y, en seguida, una lámpara con arabescos. Dubitativa, dijo:
 
        —Que por ahora quede esta porquería. El lunes compro algo como la gente.
 
        Para que Enrique Viani no se sintiera tan solo, pensé en colarme en la fiesta de Patricia, pero la perspectiva de afrontar la música a que son aficionados nuestros jóvenes me amedrentó. De cualquier modo, don Nicola había tenido la precaución de confeccionar una diminuta ventana rectangular frente a los ojos de Enrique Viani, quien así podría divertirse contemplando ciertas irregularidades advertibles en la pintura de la pared. Viendo, pues, que todo era normal, me despedí de los Viani y de don Nicola, y regresé a casa.
 
        En Buenos Aires y en estos años, todos estamos abrumados de tareas y compromisos: lo cierto fue que me olvidé casi por completo de Enrique Viani. Por fin, hará quince días, logré hacerme de un ratito libre y fui a visitarlo.
 
        Me encontré con que sigue habitando en su pequeño obelisco y con la novedad de que, en torno de éste, ha estrechado ramas y hojas una espléndida enredadera de campanillas azules. Aparté un poco el exuberante follaje y logré ver a través de la ventanita un rostro casi transparente de tan pálido. Anticipándose a la pregunta que yo tenía en la punta de la lengua, Gabriela me informó que, por una suerte de sabia adecuación a las nuevas circunstancias, la naturaleza había eximido a Enrique Viani de necesidades físicas de toda índole.
 
        No quise retirarme sin intentar una última exhortación a la cordura. Le pedí a Enrique Viani que fuera razonable; que, tras veintidós meses de encierro, sin duda la famosa araña habría muerto; que, en consecuencia, podríamos destruir la obra de don Nicola y...
 
        Enrique Viani ha perdido el habla o, en todo caso, su voz ya no se percibe: se limitó a negar desesperadamente con los ojos.
 
        Cansado y, quizás, un poco triste, me retiré.
 
        En general, no pienso en Enrique Viani. Pero, en los últimos tiempos, recordé dos o tres veces su situación, y me encendí en una llama de rebeldía: ah, si esos temores injustificados no fueran tan poderosos, ya verían cómo, a golpes de pico, tiro abajo esa ridícula construcción de don Nicola; ya verían cómo, ante la elocuencia de los hechos, Enrique Viani terminaría por convencerse de que sus temores son infundados.
 
        Pero, después de estos estallidos, prevalece el respeto por el prójimo, y me doy cuenta de que no tengo ningún derecho a entrometerme en vidas ajenas y a despojar a Enrique Viani de una ventaja que él mucho valora.