El techo del
altillo
Adriana Irene Macaggi
Hoy hace ya
dos años que mamá subió por primera vez al techo del altillo.
Aquel día,
estábamos viendo nuestro programa
favorito de T.V. del lunes al mediodía. Aclaro la hora porque también tenemos
un programa favorito los martes, jueves y domingos por la mañana, los miércoles, jueves y sábados por la tarde,
y los lunes y viernes sobre la medianoche, amén de los preferidos de papá, que
no coinciden con los nuestros, y los teleteatros lacrimógenos que solía ver
abuelita con pañuelo en mano y corazón acongojado. A mamá también le gustaban
los teleteatros, pero en su actual situación ha tenido que conformarse. De lo
expresado hasta el momento se puede claramente advertir que en casa el
televisor no se paga un minuto desde que comienza hasta que termina la
programación. Que nadie imagine obra de la casualidad esta organización que hoy
nos enorgullece, y por la cual logramos que no se superpongan en ningún caso
los programas preferidos de unos y otros miembros familiares, amén de
exhaustivos estudios, discusiones, órdenes, contraórdenes, gritos, llantos y
palizas.
Retornando al
principio, ese lunes al mediodía, mientras masticábamos automáticamente una
hamburguesa y clavábamos las ávidas miradas en la pantalla, sucedió algo
terrible, inaudito y fuera de todo cálculo: la imagen desapareció y en su lugar
una lluvia gris e irritante vino a reemplazar la sonrisita sarcástica del héroe
de turno. La gritería fue instantánea y general, acompañada lógicamente por el
clásico pataleo contra el piso y alguno que otro chiflido emitido por el que
había logrado tragar su bocado. Todo fue en vano, sin embargo, y no hubo más
remedio que dejar de sacudir el aparato, que a todo esto ya corría el riesgo de
desarmarse por completo con tanto golpe.
Papá, que por
algo es el jefe de familia, tomó una resolución: había que ir a ver si la
antena seguía en su lugar, allá en el techo del altillo. Así que todos en
caravana, o por decirlo con mayor verismo, como manada en estampida, corrimos
escaleras arriba, desembocamos en la terraza, y luego por la escalerilla
adosada a la pared, alcanzamos el famoso techo.
Efectivamente,
el problema estaba en la antena, pero para descubrirlo tardamos más de media
hora y perdimos definitivamente (aún no nos hemos repuesto después de dos años)
el final de la película. Cuando luego de constatar, uno por uno, todo el grupo
familiar, que no cabían dudas y que el cable no se había desconectado, mi
hermano Felipe aventuró la opinión de que podía ser un problema de orientación.
Y allí comenzó la odisea, las subidas y las bajadas, porque todos queríamos
participar, y estaba el que giraba locamente la antena y el que volvía a patear
el televisor, y el otro que gritaba desde la puerta cualquier variación en la
imagen, más la carrera de posta entre mis tres hermanas que se pasaban el dato y lo hacían llegar al
techo del altillo.
Y aquí es
donde interviene mamá. Nuestra santa madre, que hasta ese momento no se había
atrevido a abrir la boca por no interrumpir la complicada tarea, se aventuró
tímidamente hasta el soporte de la antena y apoyó su mano en el grueso caño. Y
entonces ocurrió el milagro: Pepe, que montaba guardia frente a la pantalla,
lanzó el alarido ¡NO TOQUEN MÁS!, Felipe, desde la puerta, pasó la voz a mis
hermanas, que con alas en los pies
llevaron a papá la noticia, y yo, que estaba trepado a la mitad de la
escalerilla me quedé petrificado contemplando a mi madre, con su mano todavía
sobre el caño. ¡Quién lo hubiera dicho! Ella, tan apocada y silenciosa, tan
diligente e insignificante, lo había logrado. E inmediatamente una arrebatadora
ternura invadió mi corazón, y todavía hoy, cada vez que pienso en ella, se me
agolpa la emoción en la garganta, y si no fuera porque me impediría ver con
nitidez el programa, hasta me pondría a llorar
de puro agradecimiento.
Por supuesto
que mamá no se atrevió a soltar el caño, porque cabía la posibilidad de que la
imagen volviera a desengancharse, y sabe Dios cuándo se podría solucionar el
problema.
Así que esa
tarde decidimos entre todos arreglarnos solos en la casa para que mamá no
tuviera que dejar su posición.
Cuando, ya
entrada la noche, la programación del día se dio por terminada, toda la familia
se reunió en conciliábulo para ver qué determinación se debía tomar.
Finalmente, decidimos alcanzarle a mamá una manta y una taza de té
caliente y esperar hasta el día
siguiente para ver cómo se presentaban las cosas. Por supuesto, lo primero que
hicimos al levantarnos fue prender el televisor, y aunque era demasiado
temprano, pudimos comprobar que jamás se había visto en casa una señal de
ajuste tan espectacularmente perfecta. ¡Qué es lo que no puede hacer una madre
por amor a sus hijos!
Por suerte a
la abuela no le interesaba el programa de las doce y sabía cocinar alguna
cosita fácil. Así que al mediodía, durante la propaganda, subimos a ver cómo
estaba mamá y aprovechamos para alcanzarle una salchicha. Parece que se le había acalambrado la mano, pero con
su característica bondad y reconocido estoicismo nos dijo que se encontraba perfectamente
y que no teníamos que preocuparnos por ella.
Pasó una
semana. Hacíamos guardias para subir al menos tres veces por día por si
necesitaba algo. Una vez nos pidió una revista porque se aburría un poco. Ya se
conocía de memoria los movimientos de la
vecina de enfrente, y como no podía sentarse para el otro lado, so pena de
retorcerse el brazo que no tenía que mover,
no había nada más que la distrajera. Otra vez pidió un paraguas, porque
de día la molestaba un poco el sol, y de paso por si se levantaba alguna
tormenta sorpresiva.
También
manifestó hallarse encantada de poder observar las estrellas. De niña siempre
había deseado ser astronauta, pero la vida no le brindó la posibilidad.
En la segunda
semana se operó un cambio en ella. Cada vez que le alcanzábamos la salchicha
con el riesgo de perder una parte de la serie, decía que se encontraba
inapetente. Posiblemente la falta de actividad le había afectado el
metabolismo. Así que, por juzgarla innecesaria, optamos por suprimir la subida
del mediodía.
Al mes de
estar en el techo, mamá nos dijo que se sentía feliz. Como las piernas se la
habían dormido completamente, ya no le dolía esa rodilla inflamada que tanto la
había molestado durante los últimos años. Además, los pajaritos se habían
acostumbrado a ella, se acercaban confiados a picotear a su alrededor, y hasta
se habían subido varias veces sobre su regazo. Comenzaba a sentirse fascinada
por esta nueva experiencia del contacto con la naturaleza. Finalmente su vida
comenzaba a tener nuevas expectativas.
En casa todo
seguía su curso normal. Ya no extrañábamos la presencia silenciosa de nuestra
madre, y las visitas al techo fueron espaciándose poco a poco, por un lado porque ella nunca
necesitaba nada, y por otro lado porque algunos miembros de la familia se
habían salteado el turno, y no era justo que los demás tuvieran que hacer
subidas extras. Nuestra familia siempre se ha caracterizado por su sentido de
la equidad.
Cuando murió
la abuela nos vimos algo complicados, pero descubrimos que las salchichas frías
son igualmente ricas, así que pronto superamos el doloroso trance. A mamá no le
dijimos nada, naturalmente. Después de todo ¿para qué entristecerla? No fuera
el caso de que quisiera asistir al sepelio y se estropeara en un minuto el
sacrificio de tantos meses.
Como decía,
hoy hace dos años de ese lunes de primavera. Rara vez subimos ya a visitar a
mamá. Ella ha asumido su nueva existencia con alegría y no nos necesita para
nada.
La última vez
que trepé la escalerilla y la espié sin que me viera, hace de esto tres meses,
tenía una sonrisa en los labios y miraba tiernamente el nido que una parejita
de gorriones construía amorosamente sobre su hombro izquierdo. Y como si fuera
poco, la enredadera que lentamente había ido trepando por sus pies y ahora
envolvía su cintura y su pecho, le había regalado con dos capullitos lilas, que
abrían sus tiernos pétalos entre un manojo de brotes frescos, justo sobre su
corazón.
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