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lunes, 16 de junio de 2014

El techo del altillo, de Adriana Irene Macaggi



El techo del altillo
Adriana Irene Macaggi
Hoy hace ya dos años que mamá subió por primera vez al techo del altillo.
Aquel día, estábamos viendo  nuestro programa favorito de T.V. del lunes al mediodía. Aclaro la hora porque también tenemos un programa favorito los martes, jueves y domingos por la mañana,  los miércoles, jueves y sábados por la tarde, y los lunes y viernes sobre la medianoche, amén de los preferidos de papá, que no coinciden con los nuestros, y los teleteatros lacrimógenos que solía ver abuelita con pañuelo en mano y corazón acongojado. A mamá también le gustaban los teleteatros, pero en su actual situación ha tenido que conformarse. De lo expresado hasta el momento se puede claramente advertir que en casa el televisor no se paga un minuto desde que comienza hasta que termina la programación. Que nadie imagine obra de la casualidad esta organización que hoy nos enorgullece, y por la cual logramos que no se superpongan en ningún caso los programas preferidos de unos y otros miembros familiares, amén de exhaustivos estudios, discusiones, órdenes, contraórdenes, gritos, llantos y palizas.
Retornando al principio, ese lunes al mediodía, mientras masticábamos automáticamente una hamburguesa y clavábamos las ávidas miradas en la pantalla, sucedió algo terrible, inaudito y fuera de todo cálculo: la imagen desapareció y en su lugar una lluvia gris e irritante vino a reemplazar la sonrisita sarcástica del héroe de turno. La gritería fue instantánea y general, acompañada lógicamente por el clásico pataleo contra el piso y alguno que otro chiflido emitido por el que había logrado tragar su bocado. Todo fue en vano, sin embargo, y no hubo más remedio que dejar de sacudir el aparato, que a todo esto ya corría el riesgo de desarmarse por completo con tanto golpe.
Papá, que por algo es el jefe de familia, tomó una resolución: había que ir a ver si la antena seguía en su lugar, allá en el techo del altillo. Así que todos en caravana, o por decirlo con mayor verismo, como manada en estampida, corrimos escaleras arriba, desembocamos en la terraza, y luego por la escalerilla adosada a la pared, alcanzamos el famoso techo.
Efectivamente, el problema estaba en la antena, pero para descubrirlo tardamos más de media hora y perdimos definitivamente (aún no nos hemos repuesto después de dos años) el final de la película. Cuando luego de constatar, uno por uno, todo el grupo familiar, que no cabían dudas y que el cable no se había desconectado, mi hermano Felipe aventuró la opinión de que podía ser un problema de orientación. Y allí comenzó la odisea, las subidas y las bajadas, porque todos queríamos participar, y estaba el que giraba locamente la antena y el que volvía a patear el televisor, y el otro que gritaba desde la puerta cualquier variación en la imagen, más la carrera de posta entre mis tres hermanas que  se pasaban el dato y lo hacían llegar al techo del altillo.
Y aquí es donde interviene mamá. Nuestra santa madre, que hasta ese momento no se había atrevido a abrir la boca por no interrumpir la complicada tarea, se aventuró tímidamente hasta el soporte de la antena y apoyó su mano en el grueso caño. Y entonces ocurrió el milagro: Pepe, que montaba guardia frente a la pantalla, lanzó el alarido ¡NO TOQUEN MÁS!, Felipe, desde la puerta, pasó la voz a mis hermanas, que con alas en los pies  llevaron a papá la noticia, y yo, que estaba trepado a la mitad de la escalerilla me quedé petrificado contemplando a mi madre, con su mano todavía sobre el caño. ¡Quién lo hubiera dicho! Ella, tan apocada y silenciosa, tan diligente e insignificante, lo había logrado. E inmediatamente una arrebatadora ternura invadió mi corazón, y todavía hoy, cada vez que pienso en ella, se me agolpa la emoción en la garganta, y si no fuera porque me impediría ver con nitidez el programa, hasta me pondría a llorar  de puro agradecimiento.
Por supuesto que mamá no se atrevió a soltar el caño, porque cabía la posibilidad de que la imagen volviera a desengancharse, y sabe Dios cuándo se podría solucionar el problema.
Así que esa tarde decidimos entre todos arreglarnos solos en la casa para que mamá no tuviera que dejar su posición.
Cuando, ya entrada la noche, la programación del día se dio por terminada, toda la familia se reunió en conciliábulo para ver qué determinación se debía tomar. Finalmente, decidimos alcanzarle a mamá una manta y una taza de té caliente  y esperar hasta el día siguiente para ver cómo se presentaban las cosas. Por supuesto, lo primero que hicimos al levantarnos fue prender el televisor, y aunque era demasiado temprano, pudimos comprobar que jamás se había visto en casa una señal de ajuste tan espectacularmente perfecta. ¡Qué es lo que no puede hacer una madre por amor a sus hijos!
Por suerte a la abuela no le interesaba el programa de las doce y sabía cocinar alguna cosita fácil. Así que al mediodía, durante la propaganda, subimos a ver cómo estaba mamá y aprovechamos para alcanzarle una salchicha. Parece  que se le había acalambrado la mano, pero con su característica bondad y reconocido estoicismo nos dijo que se encontraba perfectamente y que no teníamos que preocuparnos por ella.
Pasó una semana. Hacíamos guardias para subir al menos tres veces por día por si necesitaba algo. Una vez nos pidió una revista porque se aburría un poco. Ya se conocía  de memoria los movimientos de la vecina de enfrente, y como no podía sentarse para el otro lado, so pena de retorcerse el brazo que no tenía que mover,  no había nada más que la distrajera. Otra vez pidió un paraguas, porque de día la molestaba un poco el sol, y de paso por si se levantaba alguna tormenta sorpresiva.
También manifestó hallarse encantada de poder observar las estrellas. De niña siempre había deseado ser astronauta, pero la vida no le brindó la posibilidad.
En la segunda semana se operó un cambio en ella. Cada vez que le alcanzábamos la salchicha con el riesgo de perder una parte de la serie, decía que se encontraba inapetente. Posiblemente la falta de actividad le había afectado el metabolismo. Así que, por juzgarla innecesaria, optamos por suprimir la subida del mediodía.
Al mes de estar en el techo, mamá nos dijo que se sentía feliz. Como las piernas se la habían dormido completamente, ya no le dolía esa rodilla inflamada que tanto la había molestado durante los últimos años. Además, los pajaritos se habían acostumbrado a ella, se acercaban confiados a picotear a su alrededor, y hasta se habían subido varias veces sobre su regazo. Comenzaba a sentirse fascinada por esta nueva experiencia del contacto con la naturaleza. Finalmente su vida comenzaba a tener nuevas expectativas.
En casa todo seguía su curso normal. Ya no extrañábamos la presencia silenciosa de nuestra madre, y las visitas al techo fueron espaciándose poco a  poco, por un lado porque ella nunca necesitaba nada, y por otro lado porque algunos miembros de la familia se habían salteado el turno, y no era justo que los demás tuvieran que hacer subidas extras. Nuestra familia siempre se ha caracterizado por su sentido de la equidad.
Cuando murió la abuela nos vimos algo complicados, pero descubrimos que las salchichas frías son igualmente ricas, así que pronto superamos el doloroso trance. A mamá no le dijimos nada, naturalmente. Después de todo ¿para qué entristecerla? No fuera el caso de que quisiera asistir al sepelio y se estropeara en un minuto el sacrificio de tantos meses.
Como decía, hoy hace dos años de ese lunes de primavera. Rara vez subimos ya a visitar a mamá. Ella ha asumido su nueva existencia con alegría y no nos necesita para nada.
La última vez que trepé la escalerilla y la espié sin que me viera, hace de esto tres meses, tenía una sonrisa en los labios y miraba tiernamente el nido que una parejita de gorriones construía amorosamente sobre su hombro izquierdo. Y como si fuera poco, la enredadera que lentamente había ido trepando por sus pies y ahora envolvía su cintura y su pecho, le había regalado con dos capullitos lilas, que abrían sus tiernos pétalos entre un manojo de brotes frescos, justo sobre su corazón.


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