El mundo ha vivido
equivocado. Roberto
Fontanarrosa
—¿Sabés cómo sería un día perfecto? —dijo Hugo tocándose,
pensativo, la punta de la nariz. Pipo meneó la cabeza lentamente, sin mirarlo.
Estaba abstraído observando algo a través de los ventanales.
—Suponete... —enunció Hugo entrecerrando algo los ojos,
acomodándose mecánicamente el bigote, corriendo un poco hacia el costado el
sexteto de tazas de café que se amontonaba sobre la mesa de nerolite-... que
vos vas de viaje y llegás, ponele, a una isla del Caribe. Qué sé yo, Martinica,
ponele, Barbados, no sé... Saint Thomas.
—¿Martinica es una isla? —preguntó Pipo,
aún sin mirarlo, hurgando con el índice de su mano izquierda en su dentadura.
—Sí. Creo que sí. Martinica. La isla de Martinica.
Pipo aprobó con la cabeza y se estiró un poco más en la
silla, las piernas por debajo de la mesa, casi tocando la pared.
—Llegás a la isla —prosiguió Hugo—... Solo ¿viste? Tenés que
estar un día, ponele. Un par de días. Entonces vas, llegás al hotel, un hotel
de la gran puta, cinco estrellas, subís a la habitación, dejás las cosas y
bajás a la cafetería a tomar algo. Es de mañana, vos llegaste en un avión bien
temprano, entonces es media mañana. Bajás a tomar algo.
—Un jugo —aportó Pipo, bostezando, pero al parecer algo más
interesado.
—Un jugo. Un jugo de tamarindo, de piña...
—De guayaba, de guayaba —corrigió Pipo.
—De guayaba, de esas frutas raras que tienen por ahí. Calor.
Hace calor. Vos bajás, pantaloncito blanco livianón. Camisita. Zapatillitas.
—Deportivo.
—Deportivo.
—Tipo tenis.
—No. No. Ojo, pantaloncito blanco pero largo ¿eh? No short.
No.
Largo. Livianón. Bajás... Poca gente. Música suave.
Cafetería amplia. Te sentás en una mesa y... se ve el mar ¿No? Se ve el mar. El
hotel tiene su playa privada, como corresponde. Poca gente. Poca gente. No
mucha gente. No es temporada. Porque tampoco vos vas de turismo. Vos vas por
laburo. Una cosa así.
—Claro. —Pipo aprobó con la cabeza y saludó con un dedo
levantado al Chango que se iba con una rulienta.
—Entonces ahí —Hugo estiró las sílabas de esas palabras
anunciando que se acercaba el meollo de la cuestión—... a un par de mesas de la
mesa tuya: una mina, sentadita. Desayunando.
—Sola —por primera vez Pipo mira a Hugo, frunciendo el
entrecejo.
Hugo arruga la cara, dudando.
—Sola... o con un macho. Mejor con un macho ¿viste? Pero, la
mina, te juna. Te marca. No alevosamente, pero, registra. La mina, muy buena,
alta rubia, ojos verdes, tipo Jacqueline Bisset.
—Me gusta.
—La mina, poca bola. Marca de vez en cuando, pero poca
bola.
—Jacqueline Bisset no es rubia.
—¿No es rubia? ¿Qué es? Castaña.
—Sí, castaña, castañona.
—Bueno... Pero ésta es rubia. Remerita azul, pantaloncitos
blancos. Cruzada de gambas, fumando. Hablando con el tipo, recostada en el
respaldo del silloncito. Esos silloncitos de caña.
—¿Silloncitos de caña? ¿En una cafetería? —dudó Pipo.
—Bueno, no —admitió Hugo—. Uno de esos comunes. O como
éstos —giró un poco el torso y pegó dos tincazos cortos contra el plástico de
un respaldo—. Pero con apoyabrazos ¿me entendés? Porque la mina está
estirada, así, para atrás, medio alejada de la mesa. Mirando al tipo, cruzada
de gambas. O sea, queda de perfil a vos. Pero... ¿qué pasa?
—¿Qué pasa?
—La mina se aburre. Se nota que se aburre. El tipo chamuya
algunas boludeces y la mina hace así con la cabeza —Hugo imita gesto de
asentimiento— pero se nota que se hincha las pelotas.
—Y claro, loco...
—Entonces, entonces... —Hugo toca levemente el antebrazo de
Pipo llamando su atención— Vos empezás a hacerte el bocho. Con la mina. ¿Viste
cuando vos empezás a junar a una mina y no podés dejar de mirarla? ¿Y que
entrás a pensar: "Mamita, si te agarro"?
Vos te empezás a hacer el bocho. Claro, te hacés el boludo...
—Porque está el macho.
—No. Pero el macho no calienta. Porque está de espaldas. No
te ve. No te ve. Vos te hacés el boludo por si la mina mira. Cosa de que no
vaya a ser cosa que mire y vos estás sonriendo como un boludo, o que le hagás
una inclinación de cabeza...
—O que se te esté cayendo un hilo de baba sobre la mesa.
—Claro, claro —se rió, definitivamente entusiasmado con su
propio relato Hugo, haciendo gestos elocuentes de refregarse la boca con el
dorso de la mano y limpiar la mesa con una servilleta de papel—. No. No. Vos,
atento, atento, pero digno. Tipo Mitchum. Tipo Robert Mitchum.
—Bogart, loco. Vamos a los clásicos.
—Sí. Una cosa así. Fumando el hombre. Medio entrecerrados
los ojuelos por el humo del faso. Un duro.
—Sí. A esa altura yo ya estaría duro.
—También. También. Pero con dignidad —sentenció Hugo—.
Porque por ahí te tenés que levantar y tenés que salir encorvado como el
jorobado de Notre Dame y ahí se te va a la mierda el encanto. Cagó el atraque.
No. Vos, en la tuya. Juguito, un par de sorbos vichando por encima de las
pajitas ésas de colores...
—Los sorbetes.
—Los sorbetes. Una pitada. Mirando de vez en cuando al mar.
Pero vos siempre atento a la rubia que balancea lentamente la piernita y a
vos...
—A vos te corre un sudor helado desde la nuca...
—Desde la nuca hasta el mismo nacimiento de los glúteos. Y
una palpitación en la garganta... ¿viste? como los sapos. Que se les hincha la
garganta.
—Lindo espectáculo para la mina si te mira.
—No pero eso te parece a vos desde adentro —Hugo golpea con
uno de sus puños contra su pecho—. No. Vos, un duque. Un duque. Y... ¿viste?
¿Viste cuando vos decís: "Viejo, si esta mina me da bola yo me muero. Me
caigo al piso redondo" Y que medio agradecés que la mina esté con un
macho porque te saca de encima el compromiso de tener que atracártela. Pero
por otro lado vos decís: "¿Cómo carajo no me le voy a tirar, si esta mina
es un avión, un avión?" ¿Viste?
—Típico.
—Pero vos, claro, perdedor neto, también pensás: "Esta
mina, ni en pedo me puede dar bola a mí". Porque es una mina de ésas de
James Bond, de ésas bien de las películas. Un aparato infernal. Digamos, todo
el hotel es de las películas. Con piletas, piscinas, parques, palmeras, cocoteros,
playa privada...
—Catamaranes.
—Surf, grones, confitería con pianista, negro también. Una
cosa de locos. Entonces vos decís: "Esta mina no me puede dar bola en la
puta vida de Dios". Pero, pero...
—Al frente —indicó Pipo, con la mano.
—¡Al frente, sí señor! —se enardeció Hugo—. Al frente. Y por
ahí, por ahí... el tipo se levanta.
—El tipo que está con la mina.
—El tipo que está con la mina se levanta y se pira. Le da un
besito en la boca, corto, y se pira. A vos medio se te estruja el corazón porque
pensás: "si el tipo éste la besó en la boca, es el macho. No hay
duda".
Pipo meneó la cabeza, dudando.
—Porque uno siempre al principio tiene esa esperanza
—prosiguió Hugo—, "Puede ser el hermano", piensa, "un
amigo" "o el tío", que sé yo...
—O una tía muy extraña que se viste de hombre.
—También.
—Una institutriz de esas alemanas. Muy rígidas —documentó un
poco más su aporte Pipo.
—Claro. Claro. Pero cuando el tipo le zampa un beso en la
trucha ya ahí medio que se te acaban las posibilidades —Hugo se corta. Se
queda pensando—. Aunque viste cómo son los yanquis. Se besan por cualquier cosa
—aclara—. Ahí viene una mina y te da un chupón y es cosa de todos los días.
—¿Sí?
—Sí. Bueno, bueno. La cuestión que la mina se ha quedado
sola en la mesa. El tipo se piró. Se fue. Y la rubia está en la mesa, mirando
el mar. Balanceando la piernita. Y ahí te agarra el ataque. Ahí te agarra el
ataque. ¡Está servida, loco! Sola y aburrida. Rebuena, para colmo.
—¡Qué te parece!
—Claro, primero vos esperás. Te hacés el sota y esperás.
Porque en una de esas vuelve el marido. O el tipo ése que estaba con ella y es
un quilombo. Entonces vos te quedás en el molde. Y te empieza a laburar el
marote de que si te vas y te sentás con ella. ¿Qué carajo le decís?
—Y además la mina habla en inglés.
—No sé. No sé. Eso no sé —vacila Hugo.
—¿La mina no es norteamericana?
—No sé. Porque vos no la escuchás. Vos la viste que está ahí
chamuyando con el tipo pero no escuchás en qué habla.
—Y... si habla en inglés te caga.
—Sí, sí —admite Hugo, turbado— pero esperá...
—Bah. Si habla en inglés, o en francés o en ruso, te caga.
—Pará, pará.
—Vos inglés no hablás, que yo sepa.
— ¡Pará, pará! —se enoja Hugo.
—Porque nosotros, acá, porque manejamos el verso, pero si te
agarra una mina que no hable castellano...
—Oíme boludo. Pará. ¿Vos sos amigo mío o amigo de la mina?
La mina puede ser francesa, por ejemplo, y saber un poco de castellano.
—O española —simplifica Pipo—. La mina es española.
—¡No! Española no. Dejame de joder con las españolas.
—¿Por qué no?
—Las españolas son horribles. Tienen unos pelos así en las
piernas.
—Sí, mirá la Cantudo.
—No, no —se empecina Hugo—, dejame de joder con la Cantudo.
La mina es una francesa tipo, tipo...
— ¿Por qué no la Cantudo?
—Tipo... ¿Cómo se llama esta mina? —Hugo golpetea con un
dedo sobre el nerolite.
—Romy Schneider.
—No. No. Esta mina que canta...
—A mí dejame con la Cantudo y sabés...
—¡No rompás las bolas con la Cantudo! ¿Cómo se llama esta
mina? —Hugo señala con el dedo a Pipo, ya cabrero— Mirá, el día que vos me
vengas con tu día perfecto, muy bien, que la mina sea la Cantudo. Pero yo te
estoy contando mi día. Además esta mina
es rubia.
—Bueno —aprueba Pipo, reacomodándose algo en la silla—. La
próxima vez que me cuentes tu día perfecto, vos quedate con la rubia. Pero que
la rubia esté con la Cantudo y salimos los cuatro. Así...
—Está bien, está bien —concede Hugo sin dejar de rebuscar en
su memoria— ¡Françoise Hardy! ¡Françoise Hardy! Un tipo así.
—Tampoco es del todo rubia.
—Bueno, pero de ese tipo. De cara medio angulosa. Jetona.
Más rubia, eso sí. Y con esa voz así... profunda.
—Oíme —cortó Pipo—. Si no la escuchaste hablar. Decías...
—La mina es francesa —se embaló Hugo—. Pero habla
castellano porque ha vivido un tiempo en Perú. ¿Viste que los franceses viajan
mucho a Perú?
—¿Sí? —se interesa Pipo—. Se acomoda definitivamente
erguido en la silla, gira y con un gesto pide otro café a Molina, el morocho,
que está descansando contra la barra, aprovechando la poca gente de las once
de la noche.
—Claro. Porque esta mina es una mina del jet-set. Una
arqueóloga o algo así, que viaja por todo el mundo.
—Una cosmetóloga.
—O dirige una línea internacional de cosmética. Una línea
suiza de cosmética —sopesa Hugo—. O diseña moda. Habla varios idiomas. Y
entonces habla castellano con un acento francés, arrastra las erres...
—Como el dueño del hotel donde para Patoruzú —ejemplifica
Pipo.
—Eso. Y tiene una voz profunda. Medio áspera. Como Ornella
Vanoni.
—Ajá, ajá. Me gusta —aprueba Pipo, dispuesto a colaborar
mientras se echa algo hacia atrás para permitir que Molina le deje, sin una
palabra, un café, un vaso de agua, tire otros saquitos de azúcar junto al cenicero
y apriete un nuevo ticket bajo la pata del servilletero.
—La cuestión es que la mina se quedó sola en la mesa,
fumando —recupera el hilo Hugo— y vos estás ahí, haciendote el bocho, viendo
cómo carajo hacés para atracártela. Para colmo todavía no sabés en qué carajo
habla esta mina. Entonces, entonces, empezás a junar las pilchas, los zapatos,
la remera, los cigarrillos que la mina tiene sobre la mesa para ver si dicen
alguna marca, algún dato que te bata más o menos de dónde es la mina. La mina
llama al mozo. Paga su cuenta. Vos ahí parás la oreja para ver si agarrás en
qué habla, pero la mina habla en voz baja, como se habla en esos ambientes
internacionales...
—Además la mina con esa voz profunda que tiene... —Pipo ha
terminado de sacudir rítmicamente la bolsita de azúcar y se dispone a
arrancarle uno de los ángulos.
—Claro. Agarra un bolso que tiene sobre otro sillón y
ahí... ahí... Primero... —se autointerrumpe Hugo— cuando se para, ahí te das
cuenta realmente de que la mina es un avión aerodinámico. De esas minas
elegantes, pero que están un vagón. De ésas flacas pero fibrosas, ésas que
juegan al tenis y que vos les tocás las gambas y son una madera. Entonces ahí,
en tanto la mina se acomoda el bolso sobre el hombro y agarra los puchos y el
encendedor de arriba de la mesa...
—Los puchos son Gitanes —documenta Pipo.
—Claro. Los puchos son Gitanes y tiene ¿viste? atado a una
de las manijas del bolso, un pañuelo de seda, fucsia. Bueno, ahí, cuando la
mina se levanta. Se da vuelta. Y te mira.
—¡Mierda!
—Te mira ¿viste? —Hugo está envarado sobre la silla, tenso.
Una mano en el borde del asiento y la otra sobre el borde de la mesa. Los ojos
algo entrecerrados miran fijo en dirección a la ventana que da a calle Sarmiento—.
Te mira un momentito, pero un momentito largón. Ya no es la mirada de
refilón... eh... la mirada de rigor de cuando uno mira a una persona que entra
o que se te sienta cerca. No. No. Una mirada ya de interés. Profunda.
—Ahí te acabás.
—No. Vos... un hielo. Le mantenés la mirada. Serio. Sin un
gesto. Como diciendo "¿Qué te pasa, cariño?". Claro, por dentro se
te arma tal quilombo en el mate, se te ponen en cortocircuito todos los cables.
"Uy, la puta que lo reparió, no puede ser", decís. "No puede
ser. Dios querido". Pero le sostenés la mirada hasta que la mina da media
vuelta y se va para la playa con el bolso al hombro.
—Y... —se sonríe Hugo— ¿Viste cuando las minas se dan cuenta
de que las están junando, entonces caminan un poquito remarcando más el
balanceo? —Hugo oscila sus propios hombros y el torso— ¿así? La mina se va
para la playa, despacito. Matadora. Claro. Vos estás paralizado en la silla,
tenés la boca seca y si te mandás un trago del jugo te parece que tragas papel
picado. Cualquier cosa parece. Te zumban los oídos.
—Te sale sangre por la nariz.
—No. No. Porque ya te recuperaste. Ya te recuperaste —ataja
Hugo—. Y ya empezás a sentir ¿viste? Esa sensación, esa sensación, ese olfato,
esa cosa... de la cacería. ¿No? Para colmo, para colmo —Hugo vuelve a poner su
mano sobre el antebrazo de Pipo para concentrar su atención.
—Ahá...
—Para colmo, la mina llega al ventanal, todo vidriado.
Porque la parte de la cafetería que da al mar es puro vidrio —asesora Hugo—.
Entonces cuando la mina llega a la parte de la puerta donde ya sale a la parte
de playa, que hay una explanada y después está la arena, se para. Se para en la
puerta, ¿viste? Como deslumbrada por el sol. Y mira para todos lados. Busca
algo adentro del bolso con un gesto como de fastidio...
—Los lentes negros.
—Algo así. Lo que pasa es que la mina está aburrida. Y en
eso, antes de salir ya del todo, gira un poco. Y te vuelve a mirar...
—Ahh... jajajá... —ríe nervioso Pipo.
—¿Viste cuando de golpe una mina te mira y vos no sabés...?
—Sí. Si te mira a vos o a alguien de atrás.
—Claro, claro, eso —se enfervoriza Hugo—. Que vos te das
vuelta para ver si atrás no hay otro tipo, qué sé yo. Como para asegurarte.
—Sí, sí —se vuelve a reír Pipo.
—Pero no. La mina te vuelve a mirar a vos. Ya no tan largo,
pero...
—Está con vos.
—Está con vos.
—La mina siempre seria —casi pregunta Pipo.
—Ah, sí. Sí. Seria. Juna pero ni una sonrisa. Los ojitos
nada más. No. No se regala. Digamos...
—Insinúa.
—Eso. Insinúa... Entonces, vos, llamás al mozo. ¿Viste? —se
divierte Hugo. Hace voz afónica— "Mozo"... No te sale ni la voz.
Tenés la garganta seca. "Mozo". Firmás tu cuenta y ahí no más te
mandás para la habitación. A los pedos.
—A la habitación.
—Claro. Porque vos ya viste que la mina se fue para la
playa. O sea, la tenés ubicada y un poco la seguridad de que la mina se va a
quedar ahí. Entonces vas a la habitación y te pones la malla, cazás una toalla.
Una revista...
—Ah. Eso sí. Imprescindible. Un libro...
—Sí. Sí, sí. Un libro, una revista, cualquier cosa, para
llevar debajo del brazo y salís rajando para la playa cosa de que no vaya a
aparecer algún otro y te primeree. Bajás y te mandás a la playa. Como siempre
pasa, la primer ojeada que das, no la ves. Ahí te puteás, decís "¿Para
qué mierda me fui arriba a cambiar?". Y te desesperás. Pero por ahí la
ves que viene caminando, entre alguna gente que hay, tomando una Coca Cola que
ha ido a comprar. La mina te ve pero se hace la sota. Se tira por ahí, en una
lona. No, en una de esas reposeras y se pone a tomar sol. Medio se apoliya.
—Ahí te cagó.
—No. Bueno. Al fin te la atracás —sintetiza Hugo.
—Ah no. ¡Qué piola! —se enerva Pipo—. Así cualquiera. Es
como en esas películas donde un tipo dice "me voy a atracar a esa
mina" y después ya aparece con la mina, charlando lo más piola, encamado.
Y no te dicen cómo el tipo se la atracó. Que es la parte jodida.
—Bueno. Pará. Pará —contemporiza Hugo—. Vos te quedás
vigilando. Ves por ejemplo que no hay ningún peligro cercano. Ningún tipo,
algún tiburonazo como vos que ande rondando. O hay algún tipo con su mujer que
vicha pero se tiene que quedar en el molde pero además vos viste cómo son estas
cosas. Los yanquis, los ingleses por ahí ven una mina que es una bestia
increíble y no se les mueve un pelo. Ni se dan vuelta. No dan bola. No son
latinos. Entonces vos ves que no hay peligro cercano y planeás la cosa. Vos
tenés una situación privilegiada. Estás solo. Tenés tiempo. Tenés guita...
—No como acá.
—Claro. Además ahí no te juna nadie. No hay quemo posible.
Entonces por ahí te vas un poco al mar, nadás, hacés la plancha. Y cuando
volvés ves que la mina está leyendo. En la reposera, pero leyendo. Entonces
vos, desde tu puesto de vigilancia, ni muy cerca ni muy lejos, te ponés
también a leer. Por ahí te dan ganas, ¿viste? —Hugo busca las palabras—, de largar
todo a la mierda, cazar un bote, alquilar un catamarán y disfrutar un poco en
lugar de andar sufriendo por una mina que por ahí... Pero claro, cuando la
mirás y por ahí la ves mover una piernita, sacudir un poco el pelo rubio se te
queman todos los papeles. Te hacés el bocho como un loco. Se te seca de nuevo
la garganta.
—Venís muerto.
—Lógico. En eso la mina se levanta y se va para un barcito
que hay en la playa, muy bacán. Ese es el momento, es el momento... Lo que vos
me pedías que te explicara.
—Claro —parece que se disculpara Pipo— porque si no, es muy
fácil...
—La mina va, se sienta en un taburete, debajo de esos
quinchos, ¿viste?, como de paja, cónicos, pero grande, porque ahí está el bar.
Y vos vas y te sentás al lado. Ya sin hacerte tanto el boludo, ya, ya en la lucha.
Y ahí vas a los bifes. Le preguntás, por ejemplo "¿usted es
norteamericana?" En un tono monocorde, casi digamos, periodístico. Sin
sonrisitas ni nada de eso. Ahí la mina te mira un momento, fijamente y es
cuando...
—Te cagás en las patas —dictamina Pipo.
—¡Claro! ¡Claro! Porque ése es el momento crucial. Ahí se
juega el destino del país. Si la mina se hace la sota y mira para otro lado. O
dice "sí" caza el vaso y se alza a la mierda, perdiste. Perdiste
completamente. Pero no. La mina te mira, dice: "Sí". "Sí ¿por
qué?". Y se sonríe.
—¡Papito!
—¡Papito! ¡Vamos Argentina todavía! ¡Se viene abajo el
estadio! —Hugo se sacude en la silla— ¿Viste esas minas que son serias, que no
se ríen ni de casualidad, pero que por ahí se sonríen y es como si tuvieran
un fluorescente en la boca? ¿Qué vos no sabés de dónde carajo sacan tantos
dientes? Una cosa... —Hugo estira la comisura de los labios con los dientes de
arriba tocándose apretadamente con los de la fila inferior.
—Como la Farrah Fawcett.
—Sí. Que es una particularidad de las modelos —asesora Hugo—
Están serias, de golpe le dicen "sonreí" y ¡plin! encienden una
sonrisa de puta madre que no sabés de dónde la sacan... Bueno, la rubia te
mira, te dice "sí ¿por qué?" y...
—Te da el pie.
—Claro. Te da el pie, para colmo. Entonces vos decís
"permiso", el barrio es el barrio, y te sentás en el taburete de al
lado y entrás al chamuyo... —Hugo lleva dos o tres veces el dedo índice de su
mano derecha a la boca y lo hace girar hacia adelante como quien desenrolla
algo. Pipo hace un gesto escéptico.
—Muy facilongo lo veo —dice.
—Lo que pasa es que la mina está con vos. Está con vos. La
mina ya tiene decidido que te va a dar bola. No va a andar haciendo las
boludeces de hacerse la estrecha o esas cosas. Es una mina que está en el gran
mundo internacional y sabe lo que quiere. La mina va a los bifes. No se regala
pero va a los bifes. Si le gusta un tipo le da pelota de entrada y a otra cosa.
—Eso es cierto. Esas minas son así.
—Entonces vos empezás el chamuyo. Ya tranquilo. Ya gozando
la cosa porque sabés que la cosa viene bien, ya estás en ganador y medio que ya
te estás haciendo la croqueta pensando que te vas a llevar la rubia para la
pieza del hotel y esas cosas. Ya entrás a disfrutar, ahí, vos, ganador. Garpás
los tragos, tirás unas rupias sobre el mostrador al grone y te vas con la mina
para las reposeras. La mina, claro, una bola bárbara. Y vos ves que los tipos
te junan como diciendo "hijo de puta, se levantó el avión ése". Pero
vos, un duque, fumás, te hacés el sota y la ves caminar a la rubia adelante
tuyo, en la arena, ahí, el pantaloncito ajustado y pensás "Dios querido ¡Y
esta mina está conmigo!". Y bueno...
—Bueno —suspira Pipo, aflojando un poco la tensión. El peor
momento ya ha pasado.
—En fin. Entonces escuchame como es la milonga. ¿No? La
milonga del día perfecto. Al menos para mí. Primero, ahí, en la playa, con la
rubiona. Un poco de natación, el mar, las olas. Alquilás un catamarán, te vas
con la mina de recorrida. Y a eso de las seis, siete de la tarde, te mandás al
bar y te das algún trago largo...
—Un ron Barbados.
—Puede ser. Puede ser. Fijate, fijate... —gesticula,
calculador, Hugo—. Me gustaría más un gin-tonic. Un gin-tonic.
—Loco, eso pedilo en Mombasa, en algún boliche de ésos. Pero
no te pidas un gin-tonic en un lugar así. Con esa mina...
—Grave error. Grave error. ¿Qué tomaban los tipos que
aparecen en la novela de Hemingway, de ésas en el Caribe, Islas en el Golfo,
por ejemplo?
—Bacardí.
—Bacardí ¡Y
gin-tonic! Gin-tonic, mi amigo. Pero la cosa no es esa. No es que vos
vayas a pedir tal o cual trago. No. La cosa es que no te des con algún trago
que te tire a la lona. Tenés que tomar algo que más o menos sepas que te la
aguantás. Algo que te achispe, que te ponga vivaracho pero que no te haga pelota.
Mirá si todavía que ya tenés la mina en casa te levantás un pedo que flameás o
te descomponés y después andás con diarrea, te cagás ahí en el lobby del
hotel...
—Vomitás —se asqueó Pipo.
—Vomitás. Le vomitás las pilchas a la mina. Un asco. No. No.
Por eso, por eso, pedís algo sobrio, que vos sabés que te la aguantás y que te
ponga ahí, en el umbral de la locura para acometer el acto... el acto... el
acto carnal. Además vos ves que el asunto viene sobrio. Sin espectacularidad.
No te vas a pedir tampoco uno de esos tragos que vienen adentro de un coco
partido por la mitad, que adentro le meten flores, guirnaldas, guindas, que lo
tomás con pajita. Eso es para las películas de Doris Day que todos bailaban en
bolas al lado de la pileta...
—Doris Day. Qué antigüedad.
—No. Vos te pedís entonces un gin-tonic. La mina alguna otra
cosa así. Ahí charlás un ratito. La mina muy piola. Muy bien. Muy agradable.
Simpática.
—Muy bien la mina —certificó Pipo, como asombrado.
—Sí. Sí. Una mina de unos 26, 27 años. No una pendeja.
Casada. Bien en su matrimonio. Bien. Que sabe lo que está haciendo. La mina
quiere pasar bien esa noche, y a otra cosa.
—Claro.
—Claro. Ninguna complicación. No es de las que te va a hacer
un quilombo al día siguiente ni nada de eso. La mina sabe cómo son estas cosas.
—No. No se te va a venir a la Argentina tampoco.
—¡Nooo! ¡No! No es de ésas que agarran el teléfono y te
dicen "Arribo a Fisherton mañana". Y se te arma tal despelote. No
nada de eso. Entonces...
—Entonces.
—Entonces, son como las siete, las ocho de la tarde —el
relato de Hugo se hace moroso— Te vas con la rubia a la habitación del hotel.
—¿A la tuya o a la de la mina?
—A cualquiera. Allá no es como acá que por ahí te agarra el
conserje y no te deja entrar con la mina en la pieza. Allá no hay problemas. Te
vas con la mina a la habitación. No. Mejor le decís a la mina que vaya a su
habitación. Vos vas a la tuya y te das una buena ducha.
—Te sacás toda la arena.
—Claro, te sacás la arena. Los moluscos que te hayan
quedado pegados. Y te vas a la pieza de ella. —Hugo hace un pequeño silencio
contenido. Y bueno. Ahí, viejo ¿para qué te cuento? —sigue—. Te echás veinte,
veinticinco polvos. Cualquier cosa.
—¿Veinticinco, che? —duda Pipo.
—Bueno... Dejame lugar para la fantasía. Bah... Te echás
cinco, seis. De esas cosas que ya los dos últimos la mina te tiene que hacer
respiración boca a boca porque vos estás al borde del infarto...
—Sí. Que ya lo hacés de vicioso.
—Claro. Pero que te decís: "Hay un país detrás
mío." No es joda.
—Muy lindo, che. Muy lindo —aprueba Pipo, que se ha vuelto a
repantigar en la silla y manotea, distraído, el paquete de cigarrillos.
—No. No —le llama la atención Hugo—. No. Ahora viene lo
interesante. Porque yo te digo una cosa. Te digo una cosa... eh... Pipo. Te
digo una cosa Pipo: El mundo ha vivido equivocado. El mundo ha vivido
equivocado. Yo no sé por qué carajo en todas las películas el tipo, para
atracarse la mina, primero la invita a cenar. La lleva a morfar, a un lugar
muy elegante, de esos con candelabros, con violinistas. Y morfan como leones,
pavo, pato, ciervo, le dan groso al champán mientras el tipo se la parla para
encamarse con ella. Yo, Pipo, yo, si hago eso... ¡me agarra un apoliyo! Un
apoliyo me agarra, que la mina me tiene que llevar después dormido a mi casa y
tirarme ahí en el pasillo. O si no me apoliyo me agarra una pesadez, un dolor
de balero. Eructo.
—Y eso no colabora.
—No. Eso no colabora —Hugo se pega repetidamente con la
punta de los dedos agrupados en la frente—. ¿A quién se le ocurre, a quién se
le ocurre ir a encamarse después de haber morfado como un beduino? Es como
terminar de comer e ir a darte quince vueltas corriendo alrededor del Parque
Urquiza. Hay que estar loco.
—Sí. Es cierto.
—Por eso te digo. El mundo ha vivido equivocado. Yo no sé
cómo hacían los galanes esos de cine que se iban a encamar después de comer.
—Es la magia del cinematógrafo, Hugo. Hay que admitirlo.
—Pero en este día perfecto que te digo yo —puntualiza,
orgulloso, Hugo— vos terminás de echarte los quince polvos con la rubia, te
levantás hecho un duque. Te pegás una flor de ducha, cosa de quitarte de encima
los residuos del pecado y ¿qué te pasa? Tenés un hambre de la puta madre que
te parió. ¡Loco! No comés desde el desayuno. Acordate que no comés desde el
desayuno que picaste alguna boludez. Y después no almorzaste porque un tipo que
está de cacería no puede permitirse andar con sueño y hecho un pelotudo.
Entonces, entonces... imaginate bien, eh. Prestá atención. Te empilchás
livianito, la mina también. Ya es de noche, te has pasado cerca de tres horas
cogiendo y la luna se ve sobre el mar. Está fresquito. No hay ese calor puto
que suele haber acá. Ahí refresca de noche. Vos abrís bien las puertas de
vidrio que dan al balconcito y desde abajo se escucha la música de una orquesta
que es la que anima el bailongo que se hace abajo, porque hay mesitas en los
jardines, entre las palmeras y ahí los yankis cenan y esas cosas. Vos no. Vos
como un duque, pedís el morfi en la habitación. ¡Imaginate vos! —Hugo reclama
más atención de parte de Pipo— Vos ahí te sentís Gardel. Acabás de encamarte
con una mina de novela. Estás en un lugar de puta madre, tenés un hambre de
lobo. Sabés que tenés todo el tiempo del mundo para comer tranquilo. La mina es
muy piola y agradable y no te hace nada, al contrario, te gratifica que ella se
quede con vos después de la sesión de encame. No es de esas minas que después
de encamarte tenés unas ganas locas de decirle "nena, ha sido un gusto
haberte conocido; ahora vestite y tómatela que tengo un sueño que me muero y
quiero apoliyar cruzado en la cama grande". No. La mina es un encanto.
Entonces te hacés traer un vino blanco helado, pero bien helado de esos que te
duelen acá —Hugo se señala entre las cejas— ¡Bien helado!
—¡Papito!
—Porque también tenés una sed que te morís. Te has pasado
todo el día en la playa, bajo el sol. Y además después de un enfrentamiento
amoroso de ese tipo si no tenés a tiro un buen vino blanco pronto capaz que te
chupás hasta el bronceador.
—La crema Nivea.
—Y ahí te sentás con la rubia —Hugo se arrellana en su
silla, hace ademán de apartar las cosas de la mesita— y le entrás a dar a los
mariscos, los langostinos, la langosta, algún cangrejo, con la salsita, el buen
pancito. Pero tranquilo, eh, tranquilo... sin apuro. Mirando el mar,
escuchando el ruido del mar. Sos Pelé. Sos Pelé.
—Alguna que otra cholga —aventura Pipo.
—Sí, señor. Alguna que otra cholga. Pulpo. Mucho pulpito. Y
siempre vino ¿viste? Le das al blanco. Sin apuro. Ahí es cuando entrás a
charlar con la mina de cosas más domésticas. De la casa. De la familia. Cuando
ya no es necesario hacer ningún verso.
—Cuando ya te aflojás.
—Claro. Ese momento es hermoso. Entonces le contás de tu
vieja. De tus amigos. Que tenés un perro. Que de chico te meabas en la cama. La
mina te cuenta de su granja en Kentucky. Que le gustan los helados de
jengibre. Pero ya tranquilo. Estás hecho. Estás hecho. Porque si vos morfás
antes de encamarte —vuelve a la carga Hugo—, por más que te sirvan el plato más
sensacional y lo que más te gusta en la vida a vos no te pasa un sorete por la
garganta porque tenés el bocho puesto en la mina y en saber si te va a dar
bola o no te va a dar bola. Comés nervioso, para el culo, te queda el morfi
acá. La mina te habla de cualquier cosa y vos estás pensando "Mamita, si
te agarro" y no sabés ni de qué mierda está hablando ella ni qué carajo le
contestás vos. Es así. ¿Es así o no es así?
—Es así.
—Entonces ahí, después de morfar como un asqueroso, después
de bajarte con la rubia dos o tres tubos de blanco, vos vas sintiendo que te
entra a agarrar un apoliyo ¡pero un apoliyo! Sentís que se te bajan las
persianas.
—Ahí es cuando uno ya se entra a reír de cualquier pavada.
—¡Eso! ¡Claro! —se alboroza Hugo por el aporte de Pipo—, que
te reís de cualquier cosa. Bueno, ahí, te vas al sobre. Sabés, además, que
podés al día siguiente dormir hasta cualquier hora porque vos te vas, ponele, a
la noche del día siguiente. Y te acostás con la rubia, ya sin ningún apetito de
ningún tipo, sólo a disfrutar de la catrera. Te vas hundiendo en el sueño. Te
vas hundiendo. Está fresquito. Entra por la ventana la brisa del mar. Oís el
ruido del mar. Un poco la música de abajo...
Hugo se queda en silencio, mordisqueándose una uña. Casi no
hay nadie en El Cairo. Pipo también se ha quedado callado. Bosteza. Mira para
calle Santa Fe. Hugo busca con la vista a Molina, que está charlando con el
adicionista. Levanta un dedo para llamarlo. Molina se acerca despacioso pegando
al pasar con una servilleta en las mesas vacías.
—Cobrame —dice Hugo.
Roberto Fontanarrosa
CUESTIONARIO
1- ¿Qué sucede en el cuento? ¿Cuáles son los
elementos de humor que aparecen en el texto?
2- ¿Qué características de la forma de ser
argentino encontramos? Agrega otras características del ser argentino. ¿Se
diferencian según la región del país o somos todos iguales?
3- En la historia aparecen características
propias de los hombres y las mujeres en la conquista y forma de ser. ¿Cuáles
son?
4- ¿A qué refiere el título del cuento? ¿Qué
críticas hace al cine y la sociedad sobre la conquista?
5- ¿Qué características tienen los personajes?
¿Qué función cumple uno y otro en el desarrollo de la historia?
6- Escribe un cuento al estilo de Fontanarrosa
sobre la conquista. Pensando en el mundo de diferencia y diferencias que nos
separan. Las cosas propias del hombre y propias de la mujer. Las creencias y
mitos que tenemos entre unos de otras.