Hola alumnos, este es el trabajo sobre historieta que vamos a ver ahora. Son autores argentinos de lo mejor.
este es el archivo pdf que pueden bajar a sus celulares o pc:
historietas con práctico al final
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martes, 16 de octubre de 2018
lunes, 17 de septiembre de 2018
trabajo sobre el sainete criollo y El diablo en el conventillo
TRABAJO PRACTICO
SOBRE EL SAINETE CRIOLLO
Abajo tienen las consignas
y aquí el link con el material para trabajar: El diablo en el conventillo y teoría
“ACERCAMIENTO AL SAINETE” Responder las preguntas teniendo en
cuenta el contenido de pág. 44 a 47 del libro de texto:
a- Explica los orígenes del teatro argentino.
b- ¿Cuáles son las dos corrientes teatrales que se originan a fines del siglo XIX en Argentina?
c-¿Cómo se introduce el sainete en nuestro país? ¿Cuáles son sus características?
d- ¿A que se denomina “género chico”? ¿Por qué?
e- ¿Cuáles son los rasgos del sainete criollo?
f- ¿Cuál es el contexto histórico que determina el sainete? ¿Cuál sería su escenario? Explicar.
e-Explica cuál es el conflicto o conflictos que presenta el sainete criollo.
g- ¿Qué representan las voces, los personajes y su lenguaje dentro del sainete?
“LEYENDO EL SAINETE” Leer el fragmento de El diablo en el conventillo de pág. 38 a 43 y responder:
a- ¿Cuál es el escenario de la obra?
b- ¿Qué grupos están representados en los personajes? ¿Cómo se conjuga el habla de los personajes con sus características?
c- ¿Cuál es el argumento de la obra? ¿Cuál es el conflicto principal? ¿Cuál sería el tema?
d- Realizar punto 2 (a,b,c y d) de pág. 43.
e- ¿Qué personajes se manifiestan como diabólicos al comienzo y al final de la obra?
f- Basándote en los personajes femeninos que aparecen o se nombran el texto explica las imágenes de la mujer que puedes encontrar.
“TALLER DE ESCRITURA”
Realiza la consigna indicada en el subtítulo “El diablo en acción” de pág. 51
a- Explica los orígenes del teatro argentino.
b- ¿Cuáles son las dos corrientes teatrales que se originan a fines del siglo XIX en Argentina?
c-¿Cómo se introduce el sainete en nuestro país? ¿Cuáles son sus características?
d- ¿A que se denomina “género chico”? ¿Por qué?
e- ¿Cuáles son los rasgos del sainete criollo?
f- ¿Cuál es el contexto histórico que determina el sainete? ¿Cuál sería su escenario? Explicar.
e-Explica cuál es el conflicto o conflictos que presenta el sainete criollo.
g- ¿Qué representan las voces, los personajes y su lenguaje dentro del sainete?
“LEYENDO EL SAINETE” Leer el fragmento de El diablo en el conventillo de pág. 38 a 43 y responder:
a- ¿Cuál es el escenario de la obra?
b- ¿Qué grupos están representados en los personajes? ¿Cómo se conjuga el habla de los personajes con sus características?
c- ¿Cuál es el argumento de la obra? ¿Cuál es el conflicto principal? ¿Cuál sería el tema?
d- Realizar punto 2 (a,b,c y d) de pág. 43.
e- ¿Qué personajes se manifiestan como diabólicos al comienzo y al final de la obra?
f- Basándote en los personajes femeninos que aparecen o se nombran el texto explica las imágenes de la mujer que puedes encontrar.
“TALLER DE ESCRITURA”
Realiza la consigna indicada en el subtítulo “El diablo en acción” de pág. 51
miércoles, 15 de agosto de 2018
Preguntas sobre película: Tucker y Dale vs. Evil
1- Define las características de los personajes y define las características de los campesinos y los estudiantes como grupos.
2-
Entre ambos grupos existe como un malentendido:
¿Cuál es el conflicto real y cómo lo entiende cada uno que presta a la
confusión? ¿Qué estrategias piensan para solucionarlo? ¿cuál es la historia
escondida sobre uno de los estudiantes que se descubre sobre el final?
3-
A) ¿Qué género de películas se encuentra
criticado en ésta? Explique. b) ¿Qué críticas a la sociedad y al ser humano
realiza la película? Explique.
4-
¿Qué recursos de humor encontramos en la
película?
5-
¿por qué esta película es una comedia negra?
6-
De acuerdo con la teoría, relaciona: ¿en dónde
se ve la incongruencia de los personajes con lo que sucede y la realidad? ¿En
qué vez la relación del tema tabú de las comedias negras, la muerte, y en qué
lo trágico? ¿La muerte se vuelve un tema cómico? ¿Por qué?
7-
¿en qué aspectos vez tratados los temas de la
comedia negra? El hombre como bestia, el absurdo del mundo y la omnipotencia de
la muerte.
8-
¿has visto otra comedia negra que recuerdes? ¿Cuál
y por qué lo era?
martes, 14 de agosto de 2018
Temores injustificados Fernando Sorrentino más TP
Temores injustificados
Yo no soy demasiado sociable, y muchas veces me olvido de mis amistades. Tras
casi dos años, en esos días de enero de 1979 —tan calurosos—, fui a visitar a
un amigo que sufre de temores un poco injustificados. Su nombre no viene al
caso: pongamos que se llama —es un decir— Enrique Viani.
Cierto
sábado de marzo de 1977 su vida sufrió un cambio bastante notable.
Resulta
que, estando esa mañana en el living de su casa, cerca de la puerta del balcón,
Enrique Viani vio, de pronto, una «enorme» —según él— araña sobre su zapato
derecho. No había terminado de pensar que ésa era la araña más grande que había
visto en su vida, cuando, abandonando bruscamente el zapato, el animal se le introdujo,
por la bocamanga, entre la pierna y el pantalón.
Enrique
Viani quedó —dijo— «petrificado». Jamás le había ocurrido nada tan
desagradable. En ese instante recordó dos conceptos leídos quién sabe cuándo, a
saber: 1) que, sin excepción, todas las arañas, aun las más pequeñas, poseen
veneno, y la posibilidad de inocularlo, y 2) que las arañas sólo pican cuando
se consideran agredidas o molestadas. Con toda evidencia, esa araña descomunal
tendría, por fuerza, abundante veneno, y con alto grado de nocividad. Aunque
tal concepto es erróneo, ya que las más letales suelen ser las arañas más
pequeñas —por ejemplo, la tristemente célebre viuda negra—, Enrique Viani pensó
que lo más sensato era quedarse inmóvil, pues, al menor estremecimiento suyo, la
araña le inyectaría una dosis de ponzoña definitiva.
De
manera que permaneció rígido cinco o seis horas, con la razonable esperanza de
que la araña terminaría por abandonar el sitio que había ocupado sobre su tibia
derecha: por lógica, no podría quedarse demasiado tiempo en un lugar donde
jamás encontraría qué comer.
Al
formular esta predicción optimista, sintió que, en efecto, la visitante se
ponía en marcha. Era una araña tan voluminosa y pesada que Enrique Viani pudo
percibir —y contar— el paso de las ocho patas —velludas y un poco viscosas—
sobre la erizada piel de la pierna. Pero, por desgracia, la huésped no se iba:
por el contrario, instaló su nido, tibio y palpitante de cefalotórax y abdomen,
en la concavidad que todos tenemos detrás de la rodilla.
Hasta
aquí la primera —y, por cierto, fundamental— parte de esta historia. Después le
siguieron variantes poco significativas: el hecho básico era que Enrique Viani,
en el temor de ser picado, estaba empecinado en quedarse estático todo el
tiempo que fuere menester, pese a las exhortaciones en sentido contrario que le
impartieron su mujer y sus dos hijas. Llegaron, de este modo, a un punto muerto
en que ningún progreso fue posible.
Entonces
Gabriela —la señora— me hizo el honor de llamarme para ver si yo podía resolver
el problema. Esto ocurrió hacia las dos de la tarde: sacrificar mi única siesta
semanal me causó un poco de disgusto y lancé diatribas silenciosas contra la
gente que no es capaz de arreglárselas sola. En casa de Enrique Viani encontré
una escena patética: él estaba inmóvil, si bien en una postura no demasiado
forzada, parecida a la del descanso en la instrucción militar; Gabriela y las
muchachas lloraban.
Logré
mantener la calma y procuré infundirla en las tres mujeres. Luego le dije a
Enrique Viani que, si él aprobaba mi plan, en un periquete yo podría derrotar
con toda facilidad a la araña invasora. Abriendo muy poquito la boca, para no
transmitir el mínimo movimiento muscular a la pierna, Enrique Viani musitó:
—¿Qué
plan?
Le
expliqué. Con una hojita de afeitar, yo cortaría verticalmente, de abajo
arriba, la pernera derecha del pantalón hasta descubrir, sin siquiera rozarla,
a la araña. Una vez realizada esta operación, sencillo me sería, mediante un
golpe de un periódico arrollado, precipitarla al suelo y, entonces, darle
muerte o capturarla.
—No,
no —masculló Enrique Viani, en contenida desesperación—. La tela del pantalón
va a temblar, y la araña me picará. No, no: ese plan no sirve para nada.
A
la gente cabeza dura no la soporto. Con toda modestia, afirmo que mi plan era
perfecto, y aquel desdichado, que me había hecho perder la siesta, se daba el
lujo de rechazarlo: sin argumentos serios y, por añadidura, con algún desdén.
—Entonces
no sé qué diablos vamos a hacer —dijo Gabriela—. Justamente esta noche le
festejamos los quince años a Patricia...
—Felicitaciones
—dije, y besé a la afortunada.
—...
y no puede ser que los invitados vean a Enrique así como si fuera una estatua.
—Además,
qué va a decir Alejandro.
—¿Quién
es Alejandro?
—Mi
novio —me contestó, previsiblemente, Patricia.
—¡Tengo
una idea! —exclamó Claudia, la más pequeña—. Llamemos a don Nicola y...
Me
apresuro a dejar sentado que el plan de Claudia no me deslumbró y que, por lo
tanto, no me cabe ninguna responsabilidad en su ejecución. Más aún: me opuse a
él con energía. Sin embargo, fue aprobado calurosamente y Enrique Viani mostró
más entusiasmo que nadie.
De
manera que se presentó don Nicola y, de inmediato, pues era hombre de escasas
palabras y de muchos hechos, puso manos a la obra. Rápidamente preparó argamasa
y, ladrillo sobre ladrillo, erigió en torno de Enrique Viani un cilindro alto y
delgado. La estrechez del habitáculo, lejos de ser una desventaja, permitiría a
Enrique Viani dormir de pie, sin temor a caídas que le hicieran perder la
posición vertical. Luego don Nicola revocó prolijamente la construcción, le
aplicó enduido y la pintó de color verde musgo, para que armonizara con el
alfombrado y los sillones.
Sin
embargo, Gabriela —disconforme con el efecto general que ese microobelisco
producía en el living— probó sobre el techo un jarrón con flores y, en seguida,
una lámpara con arabescos. Dubitativa, dijo:
—Que
por ahora quede esta porquería. El lunes compro algo como la gente.
Para
que Enrique Viani no se sintiera tan solo, pensé en colarme en la fiesta de
Patricia, pero la perspectiva de afrontar la música a que son aficionados
nuestros jóvenes me amedrentó. De cualquier modo, don Nicola había tenido la
precaución de confeccionar una diminuta ventana rectangular frente a los ojos
de Enrique Viani, quien así podría divertirse contemplando ciertas
irregularidades advertibles en la pintura de la pared. Viendo, pues, que todo
era normal, me despedí de los Viani y de don Nicola, y regresé a casa.
En Buenos Aires y en estos años, todos estamos
abrumados de tareas y compromisos: lo cierto fue que me olvidé casi por
completo de Enrique Viani. Por fin, hará quince días, logré hacerme de un
ratito libre y fui a visitarlo.
Me
encontré con que sigue habitando en su pequeño obelisco y con la novedad de
que, en torno de éste, ha estrechado ramas y hojas una espléndida enredadera de
campanillas azules. Aparté un poco el exuberante follaje y logré ver a través
de la ventanita un rostro casi transparente de tan pálido. Anticipándose a la
pregunta que yo tenía en la punta de la lengua, Gabriela me informó que, por
una suerte de sabia adecuación a las nuevas circunstancias, la naturaleza había
eximido a Enrique Viani de necesidades físicas de toda índole.
No
quise retirarme sin intentar una última exhortación a la cordura. Le pedí a
Enrique Viani que fuera razonable; que, tras veintidós meses de encierro, sin
duda la famosa araña habría muerto; que, en consecuencia, podríamos destruir la
obra de don Nicola y...
Enrique
Viani ha perdido el habla o, en todo caso, su voz ya no se percibe: se limitó a
negar desesperadamente con los ojos.
Cansado
y, quizás, un poco triste, me retiré.
En general, no pienso en Enrique Viani. Pero, en los últimos
tiempos, recordé dos o tres veces su situación, y me encendí en una llama de
rebeldía: ah, si esos temores injustificados no fueran tan poderosos, ya verían
cómo, a golpes de pico, tiro abajo esa ridícula construcción de don Nicola; ya
verían cómo, ante la elocuencia de los hechos, Enrique Viani terminaría por
convencerse de que sus temores son infundados.
Pero,
después de estos estallidos, prevalece el respeto por el prójimo, y me doy
cuenta de que no tengo ningún derecho a entrometerme en vidas ajenas y a
despojar a Enrique Viani de una ventaja que él mucho valora.
RESPONDE:
1. Piensa y resuelve: a) Explique cuál es el
temor de Enrique Viani y por qué les parece que es injustificado para el
narrador. b) Ahora realiza una lista de los temores injustificados tuyos,
personales. C) anota una consecuencia graciosa o exagerada que podría resultar para
cada uno de los temores injustificados.
2. Como habrás notado, el narrador de este cuento
es muy especial, al igual que su amigo. Transcribe citas que aporten pistas
sobre la personalidad del narrador, así como sobre la relación con sus amigos,
como se ve en el ejemplo siguiente: “yo no soy demasiado sociable, y muchas
veces me olvido de mis amistades”.
3. En el cuento no hay ningún diálogo entre el
narrador y Enrique Viani: imagina uno que pase cuando se esté construyendo la
torre, en que los interlocutores intercambien argumentos a favor y en contra de
esta idea.
4. Indica si la siguiente frase es V o F y
justifica: Los personajes secundarios del relato, como Gabriela y Patricia,
están absolutamente preocupados por el problema que tiene Enrique.
5. Anota a) soluciones que se proponen para
resolver el problema. b) explica cuál te parece más razonable y cuál menos
razonable y qué consecuencias arroja la situación elegida. C) imagina y escribe
que soluciones exageradas o graciosas hubieran propuesto: un amigo ecologista, un
pariente psicólogo, un vecino músico.
6. Relee
los dos últimos párrafos y explica si estás a favor o no de la decisión que
toma el narrador en tanto amigo de Enrique. Fundamenta tu respuesta.
7. a) Hay juegos con el campo semántico en el
texto: defina a cuál pertenecen las siguientes palabras: ponzoña, cefalotórax y
éstas otras: argamasa, enduído. También hay palabras del campo semántico de la
dictadura o, lo militar: ¿Cuáles son? B)
¿Puedes señalar las confusiones en el campo semántico que generan humor? C)
recuerda una confusión que a vos te genera gracia o que te parece que se usa
para reírse.
8. Relaciona y explica cómo se puede aplicar al
cuento la siguiente frase: “La risa tiene una significación y alcance sociales,
lo cómico expresa ante todo una cierta inadaptación particular del individuo a
la sociedad”.
9. La situación termina en el absurdo: a) ¿Qué
elementos lo justificarían? b) ¿Qué críticas sociales (aspectos de la sociedad
y el ser humano) está expresando el texto?
10. En el cuento hay hipérbole, absurdo, parodia y
repetición: ¿En qué aspectos los encuentras?
11. Escribe un cuento en que una situación deriva
en el absurdo. Temas posibles: comunicación, incomunicación, celulares,
limpieza, orden, precaución, desorden, sueño, enfermedad, explicación,
solución, problema.
Contenido extraído y adaptado de LENGUA II - PRACTICAS DEL LENGAUJE - de Nuevamente Santillana
martes, 7 de agosto de 2018
El mundo ha vivido equivocado de Fontanarrosa más TP
El mundo ha vivido
equivocado. Roberto
Fontanarrosa
—¿Sabés cómo sería un día perfecto? —dijo Hugo tocándose,
pensativo, la punta de la nariz. Pipo meneó la cabeza lentamente, sin mirarlo.
Estaba abstraído observando algo a través de los ventanales.
—Suponete... —enunció Hugo entrecerrando algo los ojos,
acomodándose mecánicamente el bigote, corriendo un poco hacia el costado el
sexteto de tazas de café que se amontonaba sobre la mesa de nerolite-... que
vos vas de viaje y llegás, ponele, a una isla del Caribe. Qué sé yo, Martinica,
ponele, Barbados, no sé... Saint Thomas.
—¿Martinica es una isla? —preguntó Pipo,
aún sin mirarlo, hurgando con el índice de su mano izquierda en su dentadura.
—Sí. Creo que sí. Martinica. La isla de Martinica.
Pipo aprobó con la cabeza y se estiró un poco más en la
silla, las piernas por debajo de la mesa, casi tocando la pared.
—Llegás a la isla —prosiguió Hugo—... Solo ¿viste? Tenés que
estar un día, ponele. Un par de días. Entonces vas, llegás al hotel, un hotel
de la gran puta, cinco estrellas, subís a la habitación, dejás las cosas y
bajás a la cafetería a tomar algo. Es de mañana, vos llegaste en un avión bien
temprano, entonces es media mañana. Bajás a tomar algo.
—Un jugo —aportó Pipo, bostezando, pero al parecer algo más
interesado.
—Un jugo. Un jugo de tamarindo, de piña...
—De guayaba, de guayaba —corrigió Pipo.
—De guayaba, de esas frutas raras que tienen por ahí. Calor.
Hace calor. Vos bajás, pantaloncito blanco livianón. Camisita. Zapatillitas.
—Deportivo.
—Deportivo.
—Tipo tenis.
—No. No. Ojo, pantaloncito blanco pero largo ¿eh? No short.
No.
Largo. Livianón. Bajás... Poca gente. Música suave.
Cafetería amplia. Te sentás en una mesa y... se ve el mar ¿No? Se ve el mar. El
hotel tiene su playa privada, como corresponde. Poca gente. Poca gente. No
mucha gente. No es temporada. Porque tampoco vos vas de turismo. Vos vas por
laburo. Una cosa así.
—Claro. —Pipo aprobó con la cabeza y saludó con un dedo
levantado al Chango que se iba con una rulienta.
—Entonces ahí —Hugo estiró las sílabas de esas palabras
anunciando que se acercaba el meollo de la cuestión—... a un par de mesas de la
mesa tuya: una mina, sentadita. Desayunando.
—Sola —por primera vez Pipo mira a Hugo, frunciendo el
entrecejo.
Hugo arruga la cara, dudando.
—Sola... o con un macho. Mejor con un macho ¿viste? Pero, la
mina, te juna. Te marca. No alevosamente, pero, registra. La mina, muy buena,
alta rubia, ojos verdes, tipo Jacqueline Bisset.
—Me gusta.
—La mina, poca bola. Marca de vez en cuando, pero poca
bola.
—Jacqueline Bisset no es rubia.
—¿No es rubia? ¿Qué es? Castaña.
—Sí, castaña, castañona.
—Bueno... Pero ésta es rubia. Remerita azul, pantaloncitos
blancos. Cruzada de gambas, fumando. Hablando con el tipo, recostada en el
respaldo del silloncito. Esos silloncitos de caña.
—¿Silloncitos de caña? ¿En una cafetería? —dudó Pipo.
—Bueno, no —admitió Hugo—. Uno de esos comunes. O como
éstos —giró un poco el torso y pegó dos tincazos cortos contra el plástico de
un respaldo—. Pero con apoyabrazos ¿me entendés? Porque la mina está
estirada, así, para atrás, medio alejada de la mesa. Mirando al tipo, cruzada
de gambas. O sea, queda de perfil a vos. Pero... ¿qué pasa?
—¿Qué pasa?
—La mina se aburre. Se nota que se aburre. El tipo chamuya
algunas boludeces y la mina hace así con la cabeza —Hugo imita gesto de
asentimiento— pero se nota que se hincha las pelotas.
—Y claro, loco...
—Entonces, entonces... —Hugo toca levemente el antebrazo de
Pipo llamando su atención— Vos empezás a hacerte el bocho. Con la mina. ¿Viste
cuando vos empezás a junar a una mina y no podés dejar de mirarla? ¿Y que
entrás a pensar: "Mamita, si te agarro"?
Vos te empezás a hacer el bocho. Claro, te hacés el boludo...
—Porque está el macho.
—No. Pero el macho no calienta. Porque está de espaldas. No
te ve. No te ve. Vos te hacés el boludo por si la mina mira. Cosa de que no
vaya a ser cosa que mire y vos estás sonriendo como un boludo, o que le hagás
una inclinación de cabeza...
—O que se te esté cayendo un hilo de baba sobre la mesa.
—Claro, claro —se rió, definitivamente entusiasmado con su
propio relato Hugo, haciendo gestos elocuentes de refregarse la boca con el
dorso de la mano y limpiar la mesa con una servilleta de papel—. No. No. Vos,
atento, atento, pero digno. Tipo Mitchum. Tipo Robert Mitchum.
—Bogart, loco. Vamos a los clásicos.
—Sí. Una cosa así. Fumando el hombre. Medio entrecerrados
los ojuelos por el humo del faso. Un duro.
—Sí. A esa altura yo ya estaría duro.
—También. También. Pero con dignidad —sentenció Hugo—.
Porque por ahí te tenés que levantar y tenés que salir encorvado como el
jorobado de Notre Dame y ahí se te va a la mierda el encanto. Cagó el atraque.
No. Vos, en la tuya. Juguito, un par de sorbos vichando por encima de las
pajitas ésas de colores...
—Los sorbetes.
—Los sorbetes. Una pitada. Mirando de vez en cuando al mar.
Pero vos siempre atento a la rubia que balancea lentamente la piernita y a
vos...
—A vos te corre un sudor helado desde la nuca...
—Desde la nuca hasta el mismo nacimiento de los glúteos. Y
una palpitación en la garganta... ¿viste? como los sapos. Que se les hincha la
garganta.
—Lindo espectáculo para la mina si te mira.
—No pero eso te parece a vos desde adentro —Hugo golpea con
uno de sus puños contra su pecho—. No. Vos, un duque. Un duque. Y... ¿viste?
¿Viste cuando vos decís: "Viejo, si esta mina me da bola yo me muero. Me
caigo al piso redondo" Y que medio agradecés que la mina esté con un
macho porque te saca de encima el compromiso de tener que atracártela. Pero
por otro lado vos decís: "¿Cómo carajo no me le voy a tirar, si esta mina
es un avión, un avión?" ¿Viste?
—Típico.
—Pero vos, claro, perdedor neto, también pensás: "Esta
mina, ni en pedo me puede dar bola a mí". Porque es una mina de ésas de
James Bond, de ésas bien de las películas. Un aparato infernal. Digamos, todo
el hotel es de las películas. Con piletas, piscinas, parques, palmeras, cocoteros,
playa privada...
—Catamaranes.
—Surf, grones, confitería con pianista, negro también. Una
cosa de locos. Entonces vos decís: "Esta mina no me puede dar bola en la
puta vida de Dios". Pero, pero...
—Al frente —indicó Pipo, con la mano.
—¡Al frente, sí señor! —se enardeció Hugo—. Al frente. Y por
ahí, por ahí... el tipo se levanta.
—El tipo que está con la mina.
—El tipo que está con la mina se levanta y se pira. Le da un
besito en la boca, corto, y se pira. A vos medio se te estruja el corazón porque
pensás: "si el tipo éste la besó en la boca, es el macho. No hay
duda".
Pipo meneó la cabeza, dudando.
—Porque uno siempre al principio tiene esa esperanza
—prosiguió Hugo—, "Puede ser el hermano", piensa, "un
amigo" "o el tío", que sé yo...
—O una tía muy extraña que se viste de hombre.
—También.
—Una institutriz de esas alemanas. Muy rígidas —documentó un
poco más su aporte Pipo.
—Claro. Claro. Pero cuando el tipo le zampa un beso en la
trucha ya ahí medio que se te acaban las posibilidades —Hugo se corta. Se
queda pensando—. Aunque viste cómo son los yanquis. Se besan por cualquier cosa
—aclara—. Ahí viene una mina y te da un chupón y es cosa de todos los días.
—¿Sí?
—Sí. Bueno, bueno. La cuestión que la mina se ha quedado
sola en la mesa. El tipo se piró. Se fue. Y la rubia está en la mesa, mirando
el mar. Balanceando la piernita. Y ahí te agarra el ataque. Ahí te agarra el
ataque. ¡Está servida, loco! Sola y aburrida. Rebuena, para colmo.
—¡Qué te parece!
—Claro, primero vos esperás. Te hacés el sota y esperás.
Porque en una de esas vuelve el marido. O el tipo ése que estaba con ella y es
un quilombo. Entonces vos te quedás en el molde. Y te empieza a laburar el
marote de que si te vas y te sentás con ella. ¿Qué carajo le decís?
—Y además la mina habla en inglés.
—No sé. No sé. Eso no sé —vacila Hugo.
—¿La mina no es norteamericana?
—No sé. Porque vos no la escuchás. Vos la viste que está ahí
chamuyando con el tipo pero no escuchás en qué habla.
—Y... si habla en inglés te caga.
—Sí, sí —admite Hugo, turbado— pero esperá...
—Bah. Si habla en inglés, o en francés o en ruso, te caga.
—Pará, pará.
—Vos inglés no hablás, que yo sepa.
— ¡Pará, pará! —se enoja Hugo.
—Porque nosotros, acá, porque manejamos el verso, pero si te
agarra una mina que no hable castellano...
—Oíme boludo. Pará. ¿Vos sos amigo mío o amigo de la mina?
La mina puede ser francesa, por ejemplo, y saber un poco de castellano.
—O española —simplifica Pipo—. La mina es española.
—¡No! Española no. Dejame de joder con las españolas.
—¿Por qué no?
—Las españolas son horribles. Tienen unos pelos así en las
piernas.
—Sí, mirá la Cantudo.
—No, no —se empecina Hugo—, dejame de joder con la Cantudo.
La mina es una francesa tipo, tipo...
— ¿Por qué no la Cantudo?
—Tipo... ¿Cómo se llama esta mina? —Hugo golpetea con un
dedo sobre el nerolite.
—Romy Schneider.
—No. No. Esta mina que canta...
—A mí dejame con la Cantudo y sabés...
—¡No rompás las bolas con la Cantudo! ¿Cómo se llama esta
mina? —Hugo señala con el dedo a Pipo, ya cabrero— Mirá, el día que vos me
vengas con tu día perfecto, muy bien, que la mina sea la Cantudo. Pero yo te
estoy contando mi día. Además esta mina
es rubia.
—Bueno —aprueba Pipo, reacomodándose algo en la silla—. La
próxima vez que me cuentes tu día perfecto, vos quedate con la rubia. Pero que
la rubia esté con la Cantudo y salimos los cuatro. Así...
—Está bien, está bien —concede Hugo sin dejar de rebuscar en
su memoria— ¡Françoise Hardy! ¡Françoise Hardy! Un tipo así.
—Tampoco es del todo rubia.
—Bueno, pero de ese tipo. De cara medio angulosa. Jetona.
Más rubia, eso sí. Y con esa voz así... profunda.
—Oíme —cortó Pipo—. Si no la escuchaste hablar. Decías...
—La mina es francesa —se embaló Hugo—. Pero habla
castellano porque ha vivido un tiempo en Perú. ¿Viste que los franceses viajan
mucho a Perú?
—¿Sí? —se interesa Pipo—. Se acomoda definitivamente
erguido en la silla, gira y con un gesto pide otro café a Molina, el morocho,
que está descansando contra la barra, aprovechando la poca gente de las once
de la noche.
—Claro. Porque esta mina es una mina del jet-set. Una
arqueóloga o algo así, que viaja por todo el mundo.
—Una cosmetóloga.
—O dirige una línea internacional de cosmética. Una línea
suiza de cosmética —sopesa Hugo—. O diseña moda. Habla varios idiomas. Y
entonces habla castellano con un acento francés, arrastra las erres...
—Como el dueño del hotel donde para Patoruzú —ejemplifica
Pipo.
—Eso. Y tiene una voz profunda. Medio áspera. Como Ornella
Vanoni.
—Ajá, ajá. Me gusta —aprueba Pipo, dispuesto a colaborar
mientras se echa algo hacia atrás para permitir que Molina le deje, sin una
palabra, un café, un vaso de agua, tire otros saquitos de azúcar junto al cenicero
y apriete un nuevo ticket bajo la pata del servilletero.
—La cuestión es que la mina se quedó sola en la mesa,
fumando —recupera el hilo Hugo— y vos estás ahí, haciendote el bocho, viendo
cómo carajo hacés para atracártela. Para colmo todavía no sabés en qué carajo
habla esta mina. Entonces, entonces, empezás a junar las pilchas, los zapatos,
la remera, los cigarrillos que la mina tiene sobre la mesa para ver si dicen
alguna marca, algún dato que te bata más o menos de dónde es la mina. La mina
llama al mozo. Paga su cuenta. Vos ahí parás la oreja para ver si agarrás en
qué habla, pero la mina habla en voz baja, como se habla en esos ambientes
internacionales...
—Además la mina con esa voz profunda que tiene... —Pipo ha
terminado de sacudir rítmicamente la bolsita de azúcar y se dispone a
arrancarle uno de los ángulos.
—Claro. Agarra un bolso que tiene sobre otro sillón y
ahí... ahí... Primero... —se autointerrumpe Hugo— cuando se para, ahí te das
cuenta realmente de que la mina es un avión aerodinámico. De esas minas
elegantes, pero que están un vagón. De ésas flacas pero fibrosas, ésas que
juegan al tenis y que vos les tocás las gambas y son una madera. Entonces ahí,
en tanto la mina se acomoda el bolso sobre el hombro y agarra los puchos y el
encendedor de arriba de la mesa...
—Los puchos son Gitanes —documenta Pipo.
—Claro. Los puchos son Gitanes y tiene ¿viste? atado a una
de las manijas del bolso, un pañuelo de seda, fucsia. Bueno, ahí, cuando la
mina se levanta. Se da vuelta. Y te mira.
—¡Mierda!
—Te mira ¿viste? —Hugo está envarado sobre la silla, tenso.
Una mano en el borde del asiento y la otra sobre el borde de la mesa. Los ojos
algo entrecerrados miran fijo en dirección a la ventana que da a calle Sarmiento—.
Te mira un momentito, pero un momentito largón. Ya no es la mirada de
refilón... eh... la mirada de rigor de cuando uno mira a una persona que entra
o que se te sienta cerca. No. No. Una mirada ya de interés. Profunda.
—Ahí te acabás.
—No. Vos... un hielo. Le mantenés la mirada. Serio. Sin un
gesto. Como diciendo "¿Qué te pasa, cariño?". Claro, por dentro se
te arma tal quilombo en el mate, se te ponen en cortocircuito todos los cables.
"Uy, la puta que lo reparió, no puede ser", decís. "No puede
ser. Dios querido". Pero le sostenés la mirada hasta que la mina da media
vuelta y se va para la playa con el bolso al hombro.
—Y... —se sonríe Hugo— ¿Viste cuando las minas se dan cuenta
de que las están junando, entonces caminan un poquito remarcando más el
balanceo? —Hugo oscila sus propios hombros y el torso— ¿así? La mina se va
para la playa, despacito. Matadora. Claro. Vos estás paralizado en la silla,
tenés la boca seca y si te mandás un trago del jugo te parece que tragas papel
picado. Cualquier cosa parece. Te zumban los oídos.
—Te sale sangre por la nariz.
—No. No. Porque ya te recuperaste. Ya te recuperaste —ataja
Hugo—. Y ya empezás a sentir ¿viste? Esa sensación, esa sensación, ese olfato,
esa cosa... de la cacería. ¿No? Para colmo, para colmo —Hugo vuelve a poner su
mano sobre el antebrazo de Pipo para concentrar su atención.
—Ahá...
—Para colmo, la mina llega al ventanal, todo vidriado.
Porque la parte de la cafetería que da al mar es puro vidrio —asesora Hugo—.
Entonces cuando la mina llega a la parte de la puerta donde ya sale a la parte
de playa, que hay una explanada y después está la arena, se para. Se para en la
puerta, ¿viste? Como deslumbrada por el sol. Y mira para todos lados. Busca
algo adentro del bolso con un gesto como de fastidio...
—Los lentes negros.
—Algo así. Lo que pasa es que la mina está aburrida. Y en
eso, antes de salir ya del todo, gira un poco. Y te vuelve a mirar...
—Ahh... jajajá... —ríe nervioso Pipo.
—¿Viste cuando de golpe una mina te mira y vos no sabés...?
—Sí. Si te mira a vos o a alguien de atrás.
—Claro, claro, eso —se enfervoriza Hugo—. Que vos te das
vuelta para ver si atrás no hay otro tipo, qué sé yo. Como para asegurarte.
—Sí, sí —se vuelve a reír Pipo.
—Pero no. La mina te vuelve a mirar a vos. Ya no tan largo,
pero...
—Está con vos.
—Está con vos.
—La mina siempre seria —casi pregunta Pipo.
—Ah, sí. Sí. Seria. Juna pero ni una sonrisa. Los ojitos
nada más. No. No se regala. Digamos...
—Insinúa.
—Eso. Insinúa... Entonces, vos, llamás al mozo. ¿Viste? —se
divierte Hugo. Hace voz afónica— "Mozo"... No te sale ni la voz.
Tenés la garganta seca. "Mozo". Firmás tu cuenta y ahí no más te
mandás para la habitación. A los pedos.
—A la habitación.
—Claro. Porque vos ya viste que la mina se fue para la
playa. O sea, la tenés ubicada y un poco la seguridad de que la mina se va a
quedar ahí. Entonces vas a la habitación y te pones la malla, cazás una toalla.
Una revista...
—Ah. Eso sí. Imprescindible. Un libro...
—Sí. Sí, sí. Un libro, una revista, cualquier cosa, para
llevar debajo del brazo y salís rajando para la playa cosa de que no vaya a
aparecer algún otro y te primeree. Bajás y te mandás a la playa. Como siempre
pasa, la primer ojeada que das, no la ves. Ahí te puteás, decís "¿Para
qué mierda me fui arriba a cambiar?". Y te desesperás. Pero por ahí la
ves que viene caminando, entre alguna gente que hay, tomando una Coca Cola que
ha ido a comprar. La mina te ve pero se hace la sota. Se tira por ahí, en una
lona. No, en una de esas reposeras y se pone a tomar sol. Medio se apoliya.
—Ahí te cagó.
—No. Bueno. Al fin te la atracás —sintetiza Hugo.
—Ah no. ¡Qué piola! —se enerva Pipo—. Así cualquiera. Es
como en esas películas donde un tipo dice "me voy a atracar a esa
mina" y después ya aparece con la mina, charlando lo más piola, encamado.
Y no te dicen cómo el tipo se la atracó. Que es la parte jodida.
—Bueno. Pará. Pará —contemporiza Hugo—. Vos te quedás
vigilando. Ves por ejemplo que no hay ningún peligro cercano. Ningún tipo,
algún tiburonazo como vos que ande rondando. O hay algún tipo con su mujer que
vicha pero se tiene que quedar en el molde pero además vos viste cómo son estas
cosas. Los yanquis, los ingleses por ahí ven una mina que es una bestia
increíble y no se les mueve un pelo. Ni se dan vuelta. No dan bola. No son
latinos. Entonces vos ves que no hay peligro cercano y planeás la cosa. Vos
tenés una situación privilegiada. Estás solo. Tenés tiempo. Tenés guita...
—No como acá.
—Claro. Además ahí no te juna nadie. No hay quemo posible.
Entonces por ahí te vas un poco al mar, nadás, hacés la plancha. Y cuando
volvés ves que la mina está leyendo. En la reposera, pero leyendo. Entonces
vos, desde tu puesto de vigilancia, ni muy cerca ni muy lejos, te ponés
también a leer. Por ahí te dan ganas, ¿viste? —Hugo busca las palabras—, de largar
todo a la mierda, cazar un bote, alquilar un catamarán y disfrutar un poco en
lugar de andar sufriendo por una mina que por ahí... Pero claro, cuando la
mirás y por ahí la ves mover una piernita, sacudir un poco el pelo rubio se te
queman todos los papeles. Te hacés el bocho como un loco. Se te seca de nuevo
la garganta.
—Venís muerto.
—Lógico. En eso la mina se levanta y se va para un barcito
que hay en la playa, muy bacán. Ese es el momento, es el momento... Lo que vos
me pedías que te explicara.
—Claro —parece que se disculpara Pipo— porque si no, es muy
fácil...
—La mina va, se sienta en un taburete, debajo de esos
quinchos, ¿viste?, como de paja, cónicos, pero grande, porque ahí está el bar.
Y vos vas y te sentás al lado. Ya sin hacerte tanto el boludo, ya, ya en la lucha.
Y ahí vas a los bifes. Le preguntás, por ejemplo "¿usted es
norteamericana?" En un tono monocorde, casi digamos, periodístico. Sin
sonrisitas ni nada de eso. Ahí la mina te mira un momento, fijamente y es
cuando...
—Te cagás en las patas —dictamina Pipo.
—¡Claro! ¡Claro! Porque ése es el momento crucial. Ahí se
juega el destino del país. Si la mina se hace la sota y mira para otro lado. O
dice "sí" caza el vaso y se alza a la mierda, perdiste. Perdiste
completamente. Pero no. La mina te mira, dice: "Sí". "Sí ¿por
qué?". Y se sonríe.
—¡Papito!
—¡Papito! ¡Vamos Argentina todavía! ¡Se viene abajo el
estadio! —Hugo se sacude en la silla— ¿Viste esas minas que son serias, que no
se ríen ni de casualidad, pero que por ahí se sonríen y es como si tuvieran
un fluorescente en la boca? ¿Qué vos no sabés de dónde carajo sacan tantos
dientes? Una cosa... —Hugo estira la comisura de los labios con los dientes de
arriba tocándose apretadamente con los de la fila inferior.
—Como la Farrah Fawcett.
—Sí. Que es una particularidad de las modelos —asesora Hugo—
Están serias, de golpe le dicen "sonreí" y ¡plin! encienden una
sonrisa de puta madre que no sabés de dónde la sacan... Bueno, la rubia te
mira, te dice "sí ¿por qué?" y...
—Te da el pie.
—Claro. Te da el pie, para colmo. Entonces vos decís
"permiso", el barrio es el barrio, y te sentás en el taburete de al
lado y entrás al chamuyo... —Hugo lleva dos o tres veces el dedo índice de su
mano derecha a la boca y lo hace girar hacia adelante como quien desenrolla
algo. Pipo hace un gesto escéptico.
—Muy facilongo lo veo —dice.
—Lo que pasa es que la mina está con vos. Está con vos. La
mina ya tiene decidido que te va a dar bola. No va a andar haciendo las
boludeces de hacerse la estrecha o esas cosas. Es una mina que está en el gran
mundo internacional y sabe lo que quiere. La mina va a los bifes. No se regala
pero va a los bifes. Si le gusta un tipo le da pelota de entrada y a otra cosa.
—Eso es cierto. Esas minas son así.
—Entonces vos empezás el chamuyo. Ya tranquilo. Ya gozando
la cosa porque sabés que la cosa viene bien, ya estás en ganador y medio que ya
te estás haciendo la croqueta pensando que te vas a llevar la rubia para la
pieza del hotel y esas cosas. Ya entrás a disfrutar, ahí, vos, ganador. Garpás
los tragos, tirás unas rupias sobre el mostrador al grone y te vas con la mina
para las reposeras. La mina, claro, una bola bárbara. Y vos ves que los tipos
te junan como diciendo "hijo de puta, se levantó el avión ése". Pero
vos, un duque, fumás, te hacés el sota y la ves caminar a la rubia adelante
tuyo, en la arena, ahí, el pantaloncito ajustado y pensás "Dios querido ¡Y
esta mina está conmigo!". Y bueno...
—Bueno —suspira Pipo, aflojando un poco la tensión. El peor
momento ya ha pasado.
—En fin. Entonces escuchame como es la milonga. ¿No? La
milonga del día perfecto. Al menos para mí. Primero, ahí, en la playa, con la
rubiona. Un poco de natación, el mar, las olas. Alquilás un catamarán, te vas
con la mina de recorrida. Y a eso de las seis, siete de la tarde, te mandás al
bar y te das algún trago largo...
—Un ron Barbados.
—Puede ser. Puede ser. Fijate, fijate... —gesticula,
calculador, Hugo—. Me gustaría más un gin-tonic. Un gin-tonic.
—Loco, eso pedilo en Mombasa, en algún boliche de ésos. Pero
no te pidas un gin-tonic en un lugar así. Con esa mina...
—Grave error. Grave error. ¿Qué tomaban los tipos que
aparecen en la novela de Hemingway, de ésas en el Caribe, Islas en el Golfo,
por ejemplo?
—Bacardí.
—Bacardí ¡Y
gin-tonic! Gin-tonic, mi amigo. Pero la cosa no es esa. No es que vos
vayas a pedir tal o cual trago. No. La cosa es que no te des con algún trago
que te tire a la lona. Tenés que tomar algo que más o menos sepas que te la
aguantás. Algo que te achispe, que te ponga vivaracho pero que no te haga pelota.
Mirá si todavía que ya tenés la mina en casa te levantás un pedo que flameás o
te descomponés y después andás con diarrea, te cagás ahí en el lobby del
hotel...
—Vomitás —se asqueó Pipo.
—Vomitás. Le vomitás las pilchas a la mina. Un asco. No. No.
Por eso, por eso, pedís algo sobrio, que vos sabés que te la aguantás y que te
ponga ahí, en el umbral de la locura para acometer el acto... el acto... el
acto carnal. Además vos ves que el asunto viene sobrio. Sin espectacularidad.
No te vas a pedir tampoco uno de esos tragos que vienen adentro de un coco
partido por la mitad, que adentro le meten flores, guirnaldas, guindas, que lo
tomás con pajita. Eso es para las películas de Doris Day que todos bailaban en
bolas al lado de la pileta...
—Doris Day. Qué antigüedad.
—No. Vos te pedís entonces un gin-tonic. La mina alguna otra
cosa así. Ahí charlás un ratito. La mina muy piola. Muy bien. Muy agradable.
Simpática.
—Muy bien la mina —certificó Pipo, como asombrado.
—Sí. Sí. Una mina de unos 26, 27 años. No una pendeja.
Casada. Bien en su matrimonio. Bien. Que sabe lo que está haciendo. La mina
quiere pasar bien esa noche, y a otra cosa.
—Claro.
—Claro. Ninguna complicación. No es de las que te va a hacer
un quilombo al día siguiente ni nada de eso. La mina sabe cómo son estas cosas.
—No. No se te va a venir a la Argentina tampoco.
—¡Nooo! ¡No! No es de ésas que agarran el teléfono y te
dicen "Arribo a Fisherton mañana". Y se te arma tal despelote. No
nada de eso. Entonces...
—Entonces.
—Entonces, son como las siete, las ocho de la tarde —el
relato de Hugo se hace moroso— Te vas con la rubia a la habitación del hotel.
—¿A la tuya o a la de la mina?
—A cualquiera. Allá no es como acá que por ahí te agarra el
conserje y no te deja entrar con la mina en la pieza. Allá no hay problemas. Te
vas con la mina a la habitación. No. Mejor le decís a la mina que vaya a su
habitación. Vos vas a la tuya y te das una buena ducha.
—Te sacás toda la arena.
—Claro, te sacás la arena. Los moluscos que te hayan
quedado pegados. Y te vas a la pieza de ella. —Hugo hace un pequeño silencio
contenido. Y bueno. Ahí, viejo ¿para qué te cuento? —sigue—. Te echás veinte,
veinticinco polvos. Cualquier cosa.
—¿Veinticinco, che? —duda Pipo.
—Bueno... Dejame lugar para la fantasía. Bah... Te echás
cinco, seis. De esas cosas que ya los dos últimos la mina te tiene que hacer
respiración boca a boca porque vos estás al borde del infarto...
—Sí. Que ya lo hacés de vicioso.
—Claro. Pero que te decís: "Hay un país detrás
mío." No es joda.
—Muy lindo, che. Muy lindo —aprueba Pipo, que se ha vuelto a
repantigar en la silla y manotea, distraído, el paquete de cigarrillos.
—No. No —le llama la atención Hugo—. No. Ahora viene lo
interesante. Porque yo te digo una cosa. Te digo una cosa... eh... Pipo. Te
digo una cosa Pipo: El mundo ha vivido equivocado. El mundo ha vivido
equivocado. Yo no sé por qué carajo en todas las películas el tipo, para
atracarse la mina, primero la invita a cenar. La lleva a morfar, a un lugar
muy elegante, de esos con candelabros, con violinistas. Y morfan como leones,
pavo, pato, ciervo, le dan groso al champán mientras el tipo se la parla para
encamarse con ella. Yo, Pipo, yo, si hago eso... ¡me agarra un apoliyo! Un
apoliyo me agarra, que la mina me tiene que llevar después dormido a mi casa y
tirarme ahí en el pasillo. O si no me apoliyo me agarra una pesadez, un dolor
de balero. Eructo.
—Y eso no colabora.
—No. Eso no colabora —Hugo se pega repetidamente con la
punta de los dedos agrupados en la frente—. ¿A quién se le ocurre, a quién se
le ocurre ir a encamarse después de haber morfado como un beduino? Es como
terminar de comer e ir a darte quince vueltas corriendo alrededor del Parque
Urquiza. Hay que estar loco.
—Sí. Es cierto.
—Por eso te digo. El mundo ha vivido equivocado. Yo no sé
cómo hacían los galanes esos de cine que se iban a encamar después de comer.
—Es la magia del cinematógrafo, Hugo. Hay que admitirlo.
—Pero en este día perfecto que te digo yo —puntualiza,
orgulloso, Hugo— vos terminás de echarte los quince polvos con la rubia, te
levantás hecho un duque. Te pegás una flor de ducha, cosa de quitarte de encima
los residuos del pecado y ¿qué te pasa? Tenés un hambre de la puta madre que
te parió. ¡Loco! No comés desde el desayuno. Acordate que no comés desde el
desayuno que picaste alguna boludez. Y después no almorzaste porque un tipo que
está de cacería no puede permitirse andar con sueño y hecho un pelotudo.
Entonces, entonces... imaginate bien, eh. Prestá atención. Te empilchás
livianito, la mina también. Ya es de noche, te has pasado cerca de tres horas
cogiendo y la luna se ve sobre el mar. Está fresquito. No hay ese calor puto
que suele haber acá. Ahí refresca de noche. Vos abrís bien las puertas de
vidrio que dan al balconcito y desde abajo se escucha la música de una orquesta
que es la que anima el bailongo que se hace abajo, porque hay mesitas en los
jardines, entre las palmeras y ahí los yankis cenan y esas cosas. Vos no. Vos
como un duque, pedís el morfi en la habitación. ¡Imaginate vos! —Hugo reclama
más atención de parte de Pipo— Vos ahí te sentís Gardel. Acabás de encamarte
con una mina de novela. Estás en un lugar de puta madre, tenés un hambre de
lobo. Sabés que tenés todo el tiempo del mundo para comer tranquilo. La mina es
muy piola y agradable y no te hace nada, al contrario, te gratifica que ella se
quede con vos después de la sesión de encame. No es de esas minas que después
de encamarte tenés unas ganas locas de decirle "nena, ha sido un gusto
haberte conocido; ahora vestite y tómatela que tengo un sueño que me muero y
quiero apoliyar cruzado en la cama grande". No. La mina es un encanto.
Entonces te hacés traer un vino blanco helado, pero bien helado de esos que te
duelen acá —Hugo se señala entre las cejas— ¡Bien helado!
—¡Papito!
—Porque también tenés una sed que te morís. Te has pasado
todo el día en la playa, bajo el sol. Y además después de un enfrentamiento
amoroso de ese tipo si no tenés a tiro un buen vino blanco pronto capaz que te
chupás hasta el bronceador.
—La crema Nivea.
—Y ahí te sentás con la rubia —Hugo se arrellana en su
silla, hace ademán de apartar las cosas de la mesita— y le entrás a dar a los
mariscos, los langostinos, la langosta, algún cangrejo, con la salsita, el buen
pancito. Pero tranquilo, eh, tranquilo... sin apuro. Mirando el mar,
escuchando el ruido del mar. Sos Pelé. Sos Pelé.
—Alguna que otra cholga —aventura Pipo.
—Sí, señor. Alguna que otra cholga. Pulpo. Mucho pulpito. Y
siempre vino ¿viste? Le das al blanco. Sin apuro. Ahí es cuando entrás a
charlar con la mina de cosas más domésticas. De la casa. De la familia. Cuando
ya no es necesario hacer ningún verso.
—Cuando ya te aflojás.
—Claro. Ese momento es hermoso. Entonces le contás de tu
vieja. De tus amigos. Que tenés un perro. Que de chico te meabas en la cama. La
mina te cuenta de su granja en Kentucky. Que le gustan los helados de
jengibre. Pero ya tranquilo. Estás hecho. Estás hecho. Porque si vos morfás
antes de encamarte —vuelve a la carga Hugo—, por más que te sirvan el plato más
sensacional y lo que más te gusta en la vida a vos no te pasa un sorete por la
garganta porque tenés el bocho puesto en la mina y en saber si te va a dar
bola o no te va a dar bola. Comés nervioso, para el culo, te queda el morfi
acá. La mina te habla de cualquier cosa y vos estás pensando "Mamita, si
te agarro" y no sabés ni de qué mierda está hablando ella ni qué carajo le
contestás vos. Es así. ¿Es así o no es así?
—Es así.
—Entonces ahí, después de morfar como un asqueroso, después
de bajarte con la rubia dos o tres tubos de blanco, vos vas sintiendo que te
entra a agarrar un apoliyo ¡pero un apoliyo! Sentís que se te bajan las
persianas.
—Ahí es cuando uno ya se entra a reír de cualquier pavada.
—¡Eso! ¡Claro! —se alboroza Hugo por el aporte de Pipo—, que
te reís de cualquier cosa. Bueno, ahí, te vas al sobre. Sabés, además, que
podés al día siguiente dormir hasta cualquier hora porque vos te vas, ponele, a
la noche del día siguiente. Y te acostás con la rubia, ya sin ningún apetito de
ningún tipo, sólo a disfrutar de la catrera. Te vas hundiendo en el sueño. Te
vas hundiendo. Está fresquito. Entra por la ventana la brisa del mar. Oís el
ruido del mar. Un poco la música de abajo...
Hugo se queda en silencio, mordisqueándose una uña. Casi no
hay nadie en El Cairo. Pipo también se ha quedado callado. Bosteza. Mira para
calle Santa Fe. Hugo busca con la vista a Molina, que está charlando con el
adicionista. Levanta un dedo para llamarlo. Molina se acerca despacioso pegando
al pasar con una servilleta en las mesas vacías.
—Cobrame —dice Hugo.
Roberto Fontanarrosa
CUESTIONARIO
1- ¿Qué sucede en el cuento? ¿Cuáles son los
elementos de humor que aparecen en el texto?
2- ¿Qué características de la forma de ser
argentino encontramos? Agrega otras características del ser argentino. ¿Se
diferencian según la región del país o somos todos iguales?
3- En la historia aparecen características
propias de los hombres y las mujeres en la conquista y forma de ser. ¿Cuáles
son?
4- ¿A qué refiere el título del cuento? ¿Qué
críticas hace al cine y la sociedad sobre la conquista?
5- ¿Qué características tienen los personajes?
¿Qué función cumple uno y otro en el desarrollo de la historia?
6- Escribe un cuento al estilo de Fontanarrosa
sobre la conquista. Pensando en el mundo de diferencia y diferencias que nos
separan. Las cosas propias del hombre y propias de la mujer. Las creencias y
mitos que tenemos entre unos de otras.
martes, 31 de julio de 2018
Te recuerdo como eras en el último otoño + tp Bernardo Jobson
Te recuerdo como eras en el último otoño + tp Bernardo Jobson (al final están las consignas)
El problema es que el jefe no me lo va a creer. Le he hecho
tragar ya tantas milanesas, tantas albóndigas supercondimentadas, que esto no
me lo va a creer. Pienso en alguna excusa potable, pero me da un poco de
bronca: ¿una vez que tengo una razón valedera para ausentarme de la oficina,
voy a tener que apelar a una mentira? ¿Tan mal anda el mundo? me pregunto. Pero
toda esta filosofía de apuro no me absuelve del dolor que tengo desde que me
levanté y amenaza con la posibilidad de que la gente me crea un deforme o algo
así, al margen de unos chillidos austeros pero evidentes que me transformaron
en la máxima atracción del día en el subte. En ese momento vuelvo a sentarme y
siento como si una tachuela me hubiese penetrado hasta la garganta. Por
supuesto, las tachuelas se supone que lo pinchan a uno en el culo y ésta es una
tachuela de lo más ortodoxa. No me puedo sentar, no me puedo quedar parado, no
puedo quedarme un minuto más en ninguna posición. Y te guste o no, jefecito,
allá voy. Con la verdad no temo ni ofendo y me paro frente al escritorio del
salmónido.
–Plata no hay –me ataja–. Y si necesitás plata porque se te
murió algún pariente, antes me traés el certificado de defunción. Mira, ni
siquiera con el certificado. Únicamente contra presentación del cadáver.
–Jefe, no quiero plata… –por ahora, porque en ese momento
pienso que en una de ésas voy a tener que comprar un remedio y ante
presentación de receta no me va a decir que no. Mirá vos, me digo, ¿cómo no se
me ocurrió antes este yeite?
–Ni ahora ni nunca, ni siquiera a fin de mes. ¿Sabés que sos
el único en la historia de esta empresa que cobra por adelantado? Ya tenés un
mes de sueldo en vales.
–Jefe, perdóneme, pero no estoy de humor hoy. Todo lo que
quiero es permiso para ir al hospital.
Hay que ver el conflicto que esto le produce. ¿Quién será:
un pariente, un amigo, algún amor lejano? Pero reacciona a tiempo.
–Sangre diste la semana pasada. Te fuiste a las 9 y no
apareciste en todo el día.
–Jefe, usted se equivoca por el físico con que me ha dotado
la naturaleza. Que yo mida 1,95 m y pese 102 kilos, no quiere decir que si me
sacan medio litro del vital elemento, no quede medio dopado.
–Bueno, no sé, pero parientes vivos ya no te quedan, según
me consta. ¿Quién es el moribundo hoy?
–Nadie. Soy yo el que quiere ir al hospital, ahora mismo.
– ¿Qué te pasa? –pregunta enojándose consigo mismo porque ya
está entrando por la variante.
Conflictos internos. ¿Y el que yo tengo ahora? ¿Cómo le digo
la verdad, la cruda verdad?
–Jefe, no me lo va a creer. No me lo va creer.
No sé qué cara pongo, pero sí la que pone él. Se asusta.
¡Corazón, hígado, pulmón! Al mismo tiempo, busca el término ése, difícil, que
cuanto mejor lo dice más gente piensa qué gran médico se perdió la sociedad.
– ¿Algún trastorno cardiovascular? Niego con la cabeza.
– ¿Visceral?
Tampoco. Como ya está a punto de agotar su diagnóstico
precoz, apela a lo increíble, a lo que no puede ser, ¡en esta época!
–Me imagino que no tendrá nada que ver con el sistema
génito-urinario, ¿no?
–Y, más o menos –le contesto–. Tengo un grano en el culo.
Diez minutos después estoy parado en el hall del hospital,
mirando la guía de consultorios externos. Parezco un tailandés recién llegado,
buscando la temperatura media de Jujuy en la guía de teléfonos. No sé quién me
toca a mí: ¿enfermedades secretas, culología, anología? No figura ninguna, y a
esa enfermera de la mesa de entradas no se lo pienso preguntar. Si fuera vieja
y buena, todavía, pero no tiene más de 25 y hay que ver lo bien que está.
El portero o algo así acude en mi ayuda. Y como todos los
porte-ros tienen obligación de ser médicos frustrados, cancheros viejos,
empíricos de la medicina que lo ven a uno y ya saben lo que uno tiene, me
pregunta:
–¿Algún problema, señor? ¿Busca a alguien?
–Sí, la verdad que sí. Pero no sé exactamente a quién.
Juro que mi respuesta es totalmente natural, pero él ya
sospecha algo turbio.
–¿Alguno de los doctores?
–Sí, pero no sé cuál puede ser…
Los puntos suspensivos son benévolamente acogidos por el
por-tero y los estudia unos segundos.
–¿Algún problema…? –y la definición médica del problema la
ex-plica con la mano y apoyándose en una sonrisa comprensiva y paternal–. Me
parece que usted busca dermatología. Primer piso, consultorio 23. Dígale al
doctor que lo mando yo.
–¿Perdón, dermatología? Y… ¿qué atienden allí? Quiero decir,
si uno tiene…
–Eh, por favor –me asegura canchero al extremo–. Yo también
tuve que ir cuando era joven…–y luego de asegurarse de que nadie pueda verlo,
agrega: – Tres veces. Claro, eran otros tiempos, ¿no?
–Y sí, no va a comparar –le ratifico, mientras pienso que
dermatología no puede ser. Que la pared del culo me duele, no hay duda, pero no
le veo relación. Encima, me duele cada vez más y antes de tener que relatar,
por segunda vez, la cruda verdad, me tiro un lance y le digo:
–Creo que es ortopedia.
Como a cualquier personaje orillero, lo tumba el asombro.
–¿Ortopedia? Pero si usted camina lo más bien.
–No vaya a creer. Hay momentos en que no puedo.
Está totalmente decepcionado. Todo un caso social que él
creía tener como primicia absoluta se le va diluyendo.
–Ortopedia –le insisto–: ¿No quiere decir que a uno lo curan
del…?
–Dígame, señor –me pregunta ya totalmente ofendido– ¿A usted
qué le duele?
–Bueno, para serle franco, me duele el culo, ¿qué quiere que
le haga?
No tiene ninguna anécdota al respecto y no sé si me la
contaría aún en el caso contrario. Ya me odia, directamente.
–Vaya a la guardia. Ahí lo van a atender. Parece mentira.
Cuando me dispongo a irme, la vocación lo traiciona y me dice: –Tómese un
Geniol. O dos.
Le agradezco la receta magistral y enfilo para la guardia.
El continente americano se ha enfermado hoy y me pongo en la cola. Delante mío
hay un tipo justo para que lo atienda el portero.
La dimensión de la fila me hace dudar sobre si llegaré vivo
a que me atiendan, pero pienso que esto me da el tiempo suficiente para ver qué
le digo a la mina que está sentada en un escritorio y distribuyendo el juego
como un hábil mediocampista: usted allí, usted acá, hoy está prohibido
enfermarse del hígado, el reumatólogo tiene hepatitis. Pienso en lo que voy a
decirle:
–Me duele el recto (y todo el mundo pensando qué lástima, un
muchacho con ese físico y maricón).
–Quiero que me revisen el recto (y la misma conclusión,
ahora ya sin ninguna duda sobre mi desviación sexual).
–Busco al rectólogo (y lo mismo, éste quiere disimular que
es maricón, lo cual no deja de ser peor. Por lo menos, que afronte su desgracia
con altivez, caramba).
Cuando faltan dos tipos, no sé todavía qué voy a decirle,
pero el punto que está delante mío me puede salvar. A ver cómo le explica él
que tiene los bichitos juguetones y entonces yo aprovecho la bolada, el
ambiente turbio ya que tiene antecedente y lo mío no trasciende.
Cuando le llega el turno, la enfermera le pregunta nombre,
apellido, edad, domicilio y por poco hincha de quién. Con soberbia cara de
otario, me acerco para escuchar el crucial diálogo.
–¿Qué problema tiene?
A punto de caérsele la cara de vergüenza por lo frágil ser
humano que es, responde:
–Tengo una uña encarnada.
Pienso en la famosa clínica del diagnóstico que podríamos
fundar el portero y yo y luego de dar mi filiación, me mira y me pregunta con
la mirada, qué problema tengo.
Yo, mudo. Finalmente, accede al ritual. – ¿Qué problema
tiene, señor? –Bueno, tengo un dolor.
Apoya la cabeza en la palma y me vuelve a mirar. Está
esperando que yo le diga dónde.
–¿Sí? –me pregunta dejando en el aire: qué me dice. –Sí –le
contesto.
El agitadísimo diálogo no deja de constituir una escena
pintoresca que matiza la espera de todos los pacientes. Todos miran. Detrás
mío, no hay nadie. Esto puede durar todo el día, pienso. Ayúdame, miss
Nightingale. Vos sabés de estas cosas.
–¿Dolores durante la micción? –me pregunta sutilmente.
Dolores durante la micción. Parece el nombre de una mina de
la sociedad colombiana, pienso.
–No –le contesto. Y con un gesto le indico que siga
intentando. –¿Dolores génito-urinarios? –me pregunta un poco enojada, y antes
de que se le ocurra la próxima posibilidad dolorosa, un sifilólogo frustrado
opina en voz baja para que lo oigan todos:
–Debe ser para dermatología, señorita.
–Señor, por favor, no podemos estar todo el día con esto. Si
usted no me dice lo que le pasa… ¿Problemas génito-urinarios? –insiste.
–Señorita –le digo con tono lastimero–. No son génitourinarios,
pero… alguna relación tiene, no sé. El recto, ¿tiene algo que ver con el
sistema?
Claro, la palabra era un cheque al portador. La noticia
recorre todo el hospital, pero el epicentro del fenómeno se centra en la
guardia. El tipo de la uña encarnada me mira diciéndome con los ojos no te da
vergüenza, si yo fuera tu padre, te volvía a romper el culo, pero a patadas, y
una madre le dice a su hijo, vos vení para acá y lo protege instintivamente del
deleznable sujeto. La enfermera, repuesta de la noticia, anota en la planilla y
me dice que me siente. Pienso que, si me siento, muero, ahí nomás, sumariamente.
El médico pasa por allí en ese momento, y la enfermera
lo detiene. Noto que habla de mí, el tipo me mira, le dice que sí, enseguida
vuelvo y sale.
Como, pese a todo, ella me ama, me informa que enseguida me
van a atender.
La decisión provoca la tradicional reacción popular, hay
murmullos contra la aborrecible enfermera, pero en medio de la indignación general,
surge la voz de la madre del niño que, dirigiéndose a nadie, es decir, a todos,
dice:
–Claro, y encima los atienden primero.
La configuración edilicia de la guardia propiamente dicha es
un monumento a la discreción. Con un grabador y una filmadora uno podría, en
diez minutos, escribir los diez tomos del Testut. El médico me pregunta qué me
pasa. Debe tener 22 años a lo sumo. ¿En qué año estarás? ¿Ya rendiste Culo
vos?, me pregunto.
–Mire –le explico–. Desde ayer tengo un dolor bárbaro en el
ano. Y ahora ya no puedo más. No puedo sentarme, no puedo estar parado, me
duele si hablo.
–Bueno, vamos a ver. Venga por aquí.
Y a medida que recorremos el pasillo, va descorriendo las
cortinas de los boxes, no sin provocar frecuentes chillidos, indignados por
favores y actitudes insensatas de quienes se ven sorprendidos con paños menores
a media asta. Encontramos uno vacío y me ordena que me desnude mientras él
enseguida vuelve. En el box de al lado, el de la uña encarnada pega un grito y
se traga una puteada que hubiera involucrado hasta el más remoto antecesor de
la enfermera. Pienso que la verdad esto es mejor tomárselo a joda y cagarse de
risa. A la sola mención del verbo defectivo, reflejo condicionado diría Pavlov,
me entran ganas de ir al baño, vía recto. Lo único que faltaba, me digo, que me
agarren ganas de cagar. El grito del de la uña encarnada va a parecer un susurro
de amor comparado con el mío. Frágil espiritual que es uno trato de engañarme y
me digo que ya cagué. Mentira, me grita mi conciencia, mientras pienso que
algún día debo escribir un ensayo sobre la vida y la caca: dos cosas difíciles
de aguantar.
La temperatura ambiente no es la más propicia para quedarse
totalmente en pelotas, y me dejo puesta la camisa y los zapatos. Me siento en
la camilla y me observo el sistema génito-urinario que diría el portero. Da
lástima: parece el experimento de un jíbaro que ha reducido un bandoneón.
Cuando el de la uña encarnada opina que prefiere que le corten el pie antes de
que se atrevan a tocarle la uña otra vez, entra el futuro médico, orgullo de la
familia.
–Póngase en cuclillas –me ordena.
Me pongo en cuclillas y pienso que lo único que falta es que
suene un disparo y salga a buscar la meta.
–Abra un poco más las nalgas. Las abro.
–Un poco más –insiste.
–Doctor, no crea que no quiero colaborar con la ciencia,
pero mido 1,95.
El tipo se ríe y me dice que está bien.
Para distraerme un poco, bajo la cabeza y miro hacia atrás.
Me pregunto cómo no larga todo y se manda mudar. El espectáculo es deplorable,
pero siento dos manos frías en ambos glúteos y dos pulgares acercándose
sugestivamente por ambos flancos. Instintiva-mente, me hago el estrecho.
–No, por favor, quédese tranquilo. Así no puedo hacer nada.
Le pido perdón y rindo la ciudadela. Los pulgares se asumen
y se acercan a las puertas de palacio ya. Vos tócame nomás, tócame apenas y que
Dios te ampare, pienso. Ostensiblemente acuciadas por la posición decúbito
panzal, las ganas de ir al baño se acentúan y ahora sí, me niego rotundamente.
El tipo se me enoja y como ya ha entrado en confianza
–después de todo me ha tocado el culo– me dice che, déjese de embromar, parece
mentira.
De golpe sospecha algo y me pregunta: –¿Qué le pasa?
–Doctor, perdóneme, ¿pero usted quiere creer que justo
ahora? Se agarra la cabeza y vuelve a reír.
–Está bien, pero aguántese. No hay otra solución. Yo
necesito solo unos segundos para palparlo.
Tengo ganas de contestarle que yo también, pero para
cagarme. No creo que el chiste le caiga bien.
Como soy un gil, me pregunta cosas a medida que empieza otra
vez la invasión.
–¿Es la primera vez que le pasa?
–Y la última. Aunque tenga que cagar por la oreja el resto
de mi vida.
En ese momento, siento un alambre de púa recorriendo con
libre albedrío las paredes iniciales del recto. Y pienso lo que debe estar
gozando el de la uña encarnada. Pego un grito.
–Quédese como está –me ordena–. Relaje los músculos. Enseguida
vuelvo.
Escucho que en el pasillo le pregunta a la enfermera dónde
hay vaselina. La mera mención del noble lubricante para usos o aberraciones
varias me incita a salir corriendo despavorido, cuando escucho que la cortinita
se corre y entra alguien, doctora ella, pasea la mirada por los hermosos y
lascivos glúteos, luego va hacia el sistema génito urinario propiamente dicho,
me mira inquisitivamente, se echa hacia atrás y vuelve a investigar la
decoración en general, tuerce la cabeza convencida de que no hay nada que
hacer, todo sería inútil, pide perdón y sale. En cualquier momento deciden
dejarme acá toda la mañana y cobran entrada, pienso.
Se vuelve a correr la cortinita y entra mi anólogo de
cabecera con un frasco de vaselina como para revisar un mamut. Lo deja sobre
una mesita y procede a colocarse unos guantes de goma.
–¿Es para evitar el embarazo? –le digo haciéndome el
gracioso. No me contesta porque los guantes son más viejos que el tobillo
y no sabe por dónde empezar. Cuando logra ponérselos, le
asoman dos dedos, lánguidos y desnudos.
–Un momentito –me ruega.
–Doctor –lo paro– ¿tengo que quedarme así obligatoriamente?
Me duelen los brazos, sin contar con que cualquiera puede entrar como recién.
El show, francamente, es un asco.
–No, quédese así. Y abra las nalgas todo lo que pueda.
Sale y enseguida vuelve, esta vez acompañado de un colega,
futuro anólogo.
–¿Fístula?
–No sé. Todavía no pude palpar. –¿Dolor?
–Sí.
–No se ve inflamación –dice el recién llegado desde la
frontera con Bolivia.
–¿Qué te parece?
–No sé. Palpá a ver qué pasa. Yo Ano cinco todavía no di.
El colega desaparece. De pronto, la situación se hace tensa.
Me vuelve a abrir sin más trámite, se acerca todo lo que puede y, jugado, decide
auscultar de zurda. Le miro el tamaño del dedo, manos de pianista más bien no
tiene.
–Doctor, perdón, ¿pero usted piensa meterme eso adentro?
–pregunto en pánico.
Me responde mientras cubre de vaselina el dedo.
–Escúcheme bien. Ahora va en serio. O se deja palpar o se va
a su médico.
–Me dejo palpar.
Cuando las galaxias explotaron en el núcleo central del
universo, todo fue, durante un instante, un rojo que nunca se volverá a
repetir, una explosión desde el seno más íntimo de cada una de las estrellas
que se expandieron junto con nuestro sol por el espacio buscando con sus puntas
el borde pascaliano de la esfera cósmica, horadando
el infinito como espadas de Dios, mientras el sol, vagabundo
desde la eternidad, buscaba exactamente el centro de su pequeño sistema,
calcinando todo lo que encontraba a su paso en una carrera devastadora que
separó continentes, desequilibró el eje de rotación de los astros, emergieron
volcanes que durante millones de siglos se aburrieron en las entrañas de la
tierra y estallaron al fin como bestias, una estampida de búfalos
inconmensurables vomitando el rojo inicial, hasta que Dios dijo basta, paremos
aquí si lo que queremos es crear un planeta.
Salgo del quirófano ad hoc,
horadado y profanado en lo más íntimo, con la orden de volver mañana para ser
observado por el especialista en el asunto, sujeto que me aplicará un aparato
que se llamará todo lo rectoscopio que quiera, pero que no deja de ser un
fierro en el culo. En ese momento, el tipo de la uña encarnada, apoyándose
lastimosamente en uno de los talones, va también hacia la salida. Todavía no he
podido saber por qué, le sonrío diciéndole qué día, ¿no?, al tiempo que camino
con un ritmo que ya lo quisiera María Félix yendo al encuentro de su amante
para matarlo con pre-meditación y alevosía. Sorpresivamente, siento una de las
famosas puntadas y me agarro del desuñado para no caerme, gesto civil y sin
implicancias que el tipo interpreta como amor a primera vista, se me vuelve a
escapar otra sonrisa, actitud que no deja de empeorar las cosas y el tipo
–mufa, impotencia, dolor y asco mediante– levanta instintivamente el pie
desuñado y Bernabé Ferreyra en su tarde más gloriosa me encaja una patada en el
centro mismo del culo. Por un instante nos miramos, sorprendidos. Un segundo
después, los dos, al unísono, pegamos el grito inicial, el llamado de amor
indio, Tarzán navegando de liana en liana y convocando a todo el continente
africano con voz tomada por un intempestivo resfrío e inmediatamente damos
comienzo oficial al primer festival mundial de cante jondo, no sin matizarlo
con pasos de baile calé, y danza rabiosamente moderna, todo por bulerías.
En: El
fideo más largo del mundo, Capital Intelectual, 2008.
INDIVIDUAL práctico Te recuerdo como eras en el último
otoño - Bernardo Jobson
1- ¿En qué escenarios
sucede la historia? ¿Cómo es su narrador?
2- ¿Cómo son los
personajes que aparecen en la historia?
3- a. ¿Qué problema
tiene el protagonista y que obstáculos enfrenta para solucionarlo?
b. ¿Qué
términos y situaciones asocian con una ciencia en particular? ¿Cuál? ¿Qué términos
se toman a risa de esa ciencia? ¿Qué neologismos aparecen y asociados a qué?
4- A- El personaje enfrenta
escenas de pudor: describe algunas de ellas. B- Además se lo asocia a la
homosexualidad: ¿por qué razones? Realiza una lista con 5 puntos para hombre y
otros 5 para mujer en donde se confundan situaciones como de carácter homosexual.
5- El cuento es de
humor: ¿Qué cosas sostienen ese humor?
6- Realiza una lista de
5 cosas o situaciones que pueden causar risa o de situaciones embarazosas.
7- ¿Qué función cumple
la risa en este cuento?
8- Recuerda una anécdota
en donde una confusión haya derivado en una situación graciosa.
9- Crea un cuento de
humor asociado a alguna situación o ciencia, profesión, oficio en particular.
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