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martes, 16 de octubre de 2018

Hola alumnos, este es el trabajo sobre historieta que vamos a ver ahora. Son autores argentinos de lo mejor.
este es el archivo pdf que pueden bajar a sus celulares o pc:

historietas con práctico al final

lunes, 17 de septiembre de 2018

trabajo sobre el sainete criollo y El diablo en el conventillo


TRABAJO PRACTICO SOBRE EL SAINETE CRIOLLO

Abajo tienen las consignas
 y aquí el link con el material para trabajar:  El diablo en el conventillo y teoría


 “ACERCAMIENTO AL SAINETE” Responder las preguntas teniendo en cuenta el contenido de pág. 44 a 47 del libro de texto:
a- Explica los orígenes del teatro argentino.
b- ¿Cuáles son las dos corrientes teatrales que se originan a fines del siglo XIX en Argentina?
c-¿Cómo se introduce el sainete en nuestro país? ¿Cuáles son sus características?
d- ¿A que se denomina “género chico”? ¿Por qué?
e- ¿Cuáles son los rasgos del sainete criollo?
f- ¿Cuál es el contexto histórico que determina el sainete? ¿Cuál sería su escenario? Explicar.
e-Explica cuál es el conflicto o conflictos que presenta el sainete criollo.
g- ¿Qué representan las voces, los personajes y su lenguaje dentro del sainete?

“LEYENDO EL SAINETE” Leer el fragmento de El diablo en el conventillo de pág. 38 a 43 y responder:
a- ¿Cuál es el escenario de la obra?
b- ¿Qué grupos están representados en los personajes? ¿Cómo se conjuga el habla de los personajes con sus características?
c- ¿Cuál es el argumento de la obra? ¿Cuál es el conflicto principal? ¿Cuál sería el tema?
d- Realizar punto 2 (a,b,c y d) de pág. 43.
e- ¿Qué personajes se manifiestan como diabólicos al comienzo y al final de la obra?
 f-  Basándote en los personajes femeninos que aparecen o se nombran el texto explica las imágenes de la mujer que puedes encontrar.
“TALLER DE ESCRITURA”
Realiza la consigna indicada en el subtítulo “El diablo en acción” de pág. 51

miércoles, 15 de agosto de 2018

Preguntas sobre película: Tucker y Dale vs. Evil


Preguntas sobre película: Tucker y Dale vs. Evil                             



1-    Define las características de los personajes y define las características de los campesinos y los estudiantes como grupos.
2-    Entre ambos grupos existe como un malentendido: ¿Cuál es el conflicto real y cómo lo entiende cada uno que presta a la confusión? ¿Qué estrategias piensan para solucionarlo? ¿cuál es la historia escondida sobre uno de los estudiantes que se descubre sobre el final?
3-    A) ¿Qué género de películas se encuentra criticado en ésta? Explique. b) ¿Qué críticas a la sociedad y al ser humano realiza la película? Explique.
4-    ¿Qué recursos de humor encontramos en la película?
5-    ¿por qué esta película es una comedia negra?
6-    De acuerdo con la teoría, relaciona: ¿en dónde se ve la incongruencia de los personajes con lo que sucede y la realidad? ¿En qué vez la relación del tema tabú de las comedias negras, la muerte, y en qué lo trágico? ¿La muerte se vuelve un tema cómico? ¿Por qué?
7-    ¿en qué aspectos vez tratados los temas de la comedia negra? El hombre como bestia, el absurdo del mundo y la omnipotencia de la muerte.
8-    ¿has visto otra comedia negra que recuerdes? ¿Cuál y por qué lo era?

martes, 14 de agosto de 2018

Temores injustificados Fernando Sorrentino más TP


 Temores injustificados 


Fernando Sorrentino        




        Yo no soy demasiado sociable, y muchas veces me olvido de mis amistades. Tras casi dos años, en esos días de enero de 1979 —tan calurosos—, fui a visitar a un amigo que sufre de temores un poco injustificados. Su nombre no viene al caso: pongamos que se llama —es un decir— Enrique Viani.
 
        Cierto sábado de marzo de 1977 su vida sufrió un cambio bastante notable.
 
        Resulta que, estando esa mañana en el living de su casa, cerca de la puerta del balcón, Enrique Viani vio, de pronto, una «enorme» —según él— araña sobre su zapato derecho. No había terminado de pensar que ésa era la araña más grande que había visto en su vida, cuando, abandonando bruscamente el zapato, el animal se le introdujo, por la bocamanga, entre la pierna y el pantalón.
 
        Enrique Viani quedó —dijo— «petrificado». Jamás le había ocurrido nada tan desagradable. En ese instante recordó dos conceptos leídos quién sabe cuándo, a saber: 1) que, sin excepción, todas las arañas, aun las más pequeñas, poseen veneno, y la posibilidad de inocularlo, y 2) que las arañas sólo pican cuando se consideran agredidas o molestadas. Con toda evidencia, esa araña descomunal tendría, por fuerza, abundante veneno, y con alto grado de nocividad. Aunque tal concepto es erróneo, ya que las más letales suelen ser las arañas más pequeñas —por ejemplo, la tristemente célebre viuda negra—, Enrique Viani pensó que lo más sensato era quedarse inmóvil, pues, al menor estremecimiento suyo, la araña le inyectaría una dosis de ponzoña definitiva.
 
        De manera que permaneció rígido cinco o seis horas, con la razonable esperanza de que la araña terminaría por abandonar el sitio que había ocupado sobre su tibia derecha: por lógica, no podría quedarse demasiado tiempo en un lugar donde jamás encontraría qué comer.
 
        Al formular esta predicción optimista, sintió que, en efecto, la visitante se ponía en marcha. Era una araña tan voluminosa y pesada que Enrique Viani pudo percibir —y contar— el paso de las ocho patas —velludas y un poco viscosas— sobre la erizada piel de la pierna. Pero, por desgracia, la huésped no se iba: por el contrario, instaló su nido, tibio y palpitante de cefalotórax y abdomen, en la concavidad que todos tenemos detrás de la rodilla.
 
        Hasta aquí la primera —y, por cierto, fundamental— parte de esta historia. Después le siguieron variantes poco significativas: el hecho básico era que Enrique Viani, en el temor de ser picado, estaba empecinado en quedarse estático todo el tiempo que fuere menester, pese a las exhortaciones en sentido contrario que le impartieron su mujer y sus dos hijas. Llegaron, de este modo, a un punto muerto en que ningún progreso fue posible.
 
        Entonces Gabriela —la señora— me hizo el honor de llamarme para ver si yo podía resolver el problema. Esto ocurrió hacia las dos de la tarde: sacrificar mi única siesta semanal me causó un poco de disgusto y lancé diatribas silenciosas contra la gente que no es capaz de arreglárselas sola. En casa de Enrique Viani encontré una escena patética: él estaba inmóvil, si bien en una postura no demasiado forzada, parecida a la del descanso en la instrucción militar; Gabriela y las muchachas lloraban.
 
        Logré mantener la calma y procuré infundirla en las tres mujeres. Luego le dije a Enrique Viani que, si él aprobaba mi plan, en un periquete yo podría derrotar con toda facilidad a la araña invasora. Abriendo muy poquito la boca, para no transmitir el mínimo movimiento muscular a la pierna, Enrique Viani musitó:
 
        —¿Qué plan?
 
        Le expliqué. Con una hojita de afeitar, yo cortaría verticalmente, de abajo arriba, la pernera derecha del pantalón hasta descubrir, sin siquiera rozarla, a la araña. Una vez realizada esta operación, sencillo me sería, mediante un golpe de un periódico arrollado, precipitarla al suelo y, entonces, darle muerte o capturarla.
 
        —No, no —masculló Enrique Viani, en contenida desesperación—. La tela del pantalón va a temblar, y la araña me picará. No, no: ese plan no sirve para nada.
 
        A la gente cabeza dura no la soporto. Con toda modestia, afirmo que mi plan era perfecto, y aquel desdichado, que me había hecho perder la siesta, se daba el lujo de rechazarlo: sin argumentos serios y, por añadidura, con algún desdén.
 
        —Entonces no sé qué diablos vamos a hacer —dijo Gabriela—. Justamente esta noche le festejamos los quince años a Patricia...
 
        —Felicitaciones —dije, y besé a la afortunada.
 
        —... y no puede ser que los invitados vean a Enrique así como si fuera una estatua.
 
        —Además, qué va a decir Alejandro.
 
        —¿Quién es Alejandro?
 
        —Mi novio —me contestó, previsiblemente, Patricia.
 
        —¡Tengo una idea! —exclamó Claudia, la más pequeña—. Llamemos a don Nicola y...
 
        Me apresuro a dejar sentado que el plan de Claudia no me deslumbró y que, por lo tanto, no me cabe ninguna responsabilidad en su ejecución. Más aún: me opuse a él con energía. Sin embargo, fue aprobado calurosamente y Enrique Viani mostró más entusiasmo que nadie.
 
        De manera que se presentó don Nicola y, de inmediato, pues era hombre de escasas palabras y de muchos hechos, puso manos a la obra. Rápidamente preparó argamasa y, ladrillo sobre ladrillo, erigió en torno de Enrique Viani un cilindro alto y delgado. La estrechez del habitáculo, lejos de ser una desventaja, permitiría a Enrique Viani dormir de pie, sin temor a caídas que le hicieran perder la posición vertical. Luego don Nicola revocó prolijamente la construcción, le aplicó enduido y la pintó de color verde musgo, para que armonizara con el alfombrado y los sillones.
 
        Sin embargo, Gabriela —disconforme con el efecto general que ese microobelisco producía en el living— probó sobre el techo un jarrón con flores y, en seguida, una lámpara con arabescos. Dubitativa, dijo:
 
        —Que por ahora quede esta porquería. El lunes compro algo como la gente.
 
        Para que Enrique Viani no se sintiera tan solo, pensé en colarme en la fiesta de Patricia, pero la perspectiva de afrontar la música a que son aficionados nuestros jóvenes me amedrentó. De cualquier modo, don Nicola había tenido la precaución de confeccionar una diminuta ventana rectangular frente a los ojos de Enrique Viani, quien así podría divertirse contemplando ciertas irregularidades advertibles en la pintura de la pared. Viendo, pues, que todo era normal, me despedí de los Viani y de don Nicola, y regresé a casa.
 
        En Buenos Aires y en estos años, todos estamos abrumados de tareas y compromisos: lo cierto fue que me olvidé casi por completo de Enrique Viani. Por fin, hará quince días, logré hacerme de un ratito libre y fui a visitarlo.
 
        Me encontré con que sigue habitando en su pequeño obelisco y con la novedad de que, en torno de éste, ha estrechado ramas y hojas una espléndida enredadera de campanillas azules. Aparté un poco el exuberante follaje y logré ver a través de la ventanita un rostro casi transparente de tan pálido. Anticipándose a la pregunta que yo tenía en la punta de la lengua, Gabriela me informó que, por una suerte de sabia adecuación a las nuevas circunstancias, la naturaleza había eximido a Enrique Viani de necesidades físicas de toda índole.
 
        No quise retirarme sin intentar una última exhortación a la cordura. Le pedí a Enrique Viani que fuera razonable; que, tras veintidós meses de encierro, sin duda la famosa araña habría muerto; que, en consecuencia, podríamos destruir la obra de don Nicola y...
 
        Enrique Viani ha perdido el habla o, en todo caso, su voz ya no se percibe: se limitó a negar desesperadamente con los ojos.
 
        Cansado y, quizás, un poco triste, me retiré.
 
        En general, no pienso en Enrique Viani. Pero, en los últimos tiempos, recordé dos o tres veces su situación, y me encendí en una llama de rebeldía: ah, si esos temores injustificados no fueran tan poderosos, ya verían cómo, a golpes de pico, tiro abajo esa ridícula construcción de don Nicola; ya verían cómo, ante la elocuencia de los hechos, Enrique Viani terminaría por convencerse de que sus temores son infundados.
 
        Pero, después de estos estallidos, prevalece el respeto por el prójimo, y me doy cuenta de que no tengo ningún derecho a entrometerme en vidas ajenas y a despojar a Enrique Viani de una ventaja que él mucho valora.


RESPONDE:
1.       Piensa y resuelve: a) Explique cuál es el temor de Enrique Viani y por qué les parece que es injustificado para el narrador. b) Ahora realiza una lista de los temores injustificados tuyos, personales. C) anota una consecuencia graciosa o exagerada que podría resultar para cada uno de los temores injustificados.
2.       Como habrás notado, el narrador de este cuento es muy especial, al igual que su amigo. Transcribe citas que aporten pistas sobre la personalidad del narrador, así como sobre la relación con sus amigos, como se ve en el ejemplo siguiente: “yo no soy demasiado sociable, y muchas veces me olvido de mis amistades”.
3.       En el cuento no hay ningún diálogo entre el narrador y Enrique Viani: imagina uno que pase cuando se esté construyendo la torre, en que los interlocutores intercambien argumentos a favor y en contra de esta idea.
4.       Indica si la siguiente frase es V o F y justifica: Los personajes secundarios del relato, como Gabriela y Patricia, están absolutamente preocupados por el problema que tiene Enrique.
5.       Anota a) soluciones que se proponen para resolver el problema. b) explica cuál te parece más razonable y cuál menos razonable y qué consecuencias arroja la situación elegida. C) imagina y escribe que soluciones exageradas o graciosas hubieran propuesto: un amigo ecologista, un pariente psicólogo, un vecino músico.
6.       Relee los dos últimos párrafos y explica si estás a favor o no de la decisión que toma el narrador en tanto amigo de Enrique. Fundamenta tu respuesta.
7.       a) Hay juegos con el campo semántico en el texto: defina a cuál pertenecen las siguientes palabras: ponzoña, cefalotórax y éstas otras: argamasa, enduído. También hay palabras del campo semántico de la dictadura o, lo militar: ¿Cuáles son?  B) ¿Puedes señalar las confusiones en el campo semántico que generan humor? C) recuerda una confusión que a vos te genera gracia o que te parece que se usa para reírse.
8.       Relaciona y explica cómo se puede aplicar al cuento la siguiente frase: “La risa tiene una significación y alcance sociales, lo cómico expresa ante todo una cierta inadaptación particular del individuo a la sociedad”.
9.       La situación termina en el absurdo: a) ¿Qué elementos lo justificarían? b) ¿Qué críticas sociales (aspectos de la sociedad y el ser humano) está expresando el texto?
10.   En el cuento hay hipérbole, absurdo, parodia y repetición: ¿En qué aspectos los encuentras?
11.   Escribe un cuento en que una situación deriva en el absurdo. Temas posibles: comunicación, incomunicación, celulares, limpieza, orden, precaución, desorden, sueño, enfermedad, explicación, solución, problema.

Contenido extraído y adaptado de LENGUA II - PRACTICAS DEL LENGAUJE -  de Nuevamente Santillana

martes, 7 de agosto de 2018

El mundo ha vivido equivocado de Fontanarrosa más TP


El mundo ha vivido equivocado.                                    Roberto Fontanarrosa

—¿Sabés cómo sería un día perfecto? —dijo Hugo tocándose, pensativo, la punta de la nariz. Pipo me­neó la cabeza lentamente, sin mirarlo. Estaba abstraí­do observando algo a través de los ventanales.
—Suponete... —enunció Hugo entrecerrando algo los ojos, acomodándose mecánicamente el bigote, corriendo un poco hacia el costado el sexteto de tazas de café que se amontonaba sobre la mesa de nerolite-... que vos vas de viaje y llegás, ponele, a una isla del Caribe. Qué sé yo, Martinica, ponele, Barbados, no sé... Saint Thomas.
—¿Martinica es una isla? —preguntó Pipo, aún sin mirarlo, hurgando con el índice de su mano izquierda en su dentadura.
—Sí. Creo que sí. Martinica. La isla de Martinica.
Pipo aprobó con la cabeza y se estiró un poco más en la silla, las piernas por debajo de la mesa, casi to­cando la pared.
—Llegás a la isla —prosiguió Hugo—... Solo ¿viste? Tenés que estar un día, ponele. Un par de días. Entonces vas, llegás al hotel, un hotel de la gran puta, cinco estrellas, subís a la habitación, dejás las cosas y bajás a la cafetería a tomar algo. Es de mañana, vos llegaste en un avión bien temprano, entonces es media mañana. Bajás a tomar algo.
—Un jugo —aportó Pipo, bostezando, pero al pare­cer algo más interesado.
—Un jugo. Un jugo de tamarindo, de piña...
—De guayaba, de guayaba —corrigió Pipo.
—De guayaba, de esas frutas raras que tienen por ahí. Calor. Hace calor. Vos bajás, pantaloncito blan­co livianón. Camisita. Zapatillitas.
—Deportivo.
—Deportivo.
—Tipo tenis.
—No. No. Ojo, pantaloncito blanco pero largo ¿eh? No short. No.
Largo. Livianón. Bajás... Poca gente. Música sua­ve. Cafetería amplia. Te sentás en una mesa y... se ve el mar ¿No? Se ve el mar. El hotel tiene su playa pri­vada, como corresponde. Poca gente. Poca gente. No mucha gente. No es temporada. Porque tampoco vos vas de turismo. Vos vas por laburo. Una cosa así.
—Claro. —Pipo aprobó con la cabeza y saludó con un dedo levantado al Chango que se iba con una rulienta.
—Entonces ahí —Hugo estiró las sílabas de esas palabras anunciando que se acercaba el meollo de la cuestión—... a un par de mesas de la mesa tuya: una mina, sentadita. Desayunando.
—Sola —por primera vez Pipo mira a Hugo, frun­ciendo el entrecejo.
Hugo arruga la cara, dudando.
—Sola... o con un macho. Mejor con un macho ¿viste? Pero, la mina, te juna. Te marca. No alevosa­mente, pero, registra. La mina, muy buena, alta rubia, ojos verdes, tipo Jacqueline Bisset.
—Me gusta.
—La mina, poca bola. Marca de vez en cuando, pe­ro poca bola.
—Jacqueline Bisset no es rubia.
—¿No es rubia? ¿Qué es? Castaña.
—Sí, castaña, castañona.
—Bueno... Pero ésta es rubia. Remerita azul, pantaloncitos blancos. Cruzada de gambas, fumando. Ha­blando con el tipo, recostada en el respaldo del silloncito. Esos silloncitos de caña.
—¿Silloncitos de caña? ¿En una cafetería? —dudó Pipo.
—Bueno, no —admitió Hugo—. Uno de esos comu­nes. O como éstos —giró un poco el torso y pegó dos tincazos cortos contra el plástico de un respaldo—. Pe­ro con apoyabrazos ¿me entendés? Porque la mina es­tá estirada, así, para atrás, medio alejada de la mesa. Mirando al tipo, cruzada de gambas. O sea, queda de perfil a vos. Pero... ¿qué pasa?
—¿Qué pasa?
—La mina se aburre. Se nota que se aburre. El tipo chamuya algunas boludeces y la mina hace así con la cabeza —Hugo imita gesto de asentimiento— pero se nota que se hincha las pelotas.
—Y claro, loco...
—Entonces, entonces... —Hugo toca levemente el antebrazo de Pipo llamando su atención— Vos empezás a hacerte el bocho. Con la mina. ¿Viste cuando vos empezás a junar a una mina y no podés dejar de mirarla? ¿Y que entrás a pensar: "Mamita,  si te aga­rro"? Vos te empezás a hacer el bocho. Claro, te ha­cés el boludo...
—Porque está el macho.
—No. Pero el macho no calienta. Porque está de espaldas. No te ve. No te ve. Vos te hacés el boludo por si la mina mira. Cosa de que no vaya a ser cosa que mire y vos estás sonriendo como un boludo, o que le hagás una inclinación de cabeza...
—O que se te esté cayendo un hilo de baba sobre la mesa.
—Claro, claro —se rió, definitivamente entusiasma­do con su propio relato Hugo, haciendo gestos elo­cuentes de refregarse la boca con el dorso de la mano y limpiar la mesa con una servilleta de papel—. No. No. Vos, atento, atento, pero digno. Tipo Mitchum. Ti­po Robert Mitchum.
—Bogart, loco. Vamos a los clásicos.
—Sí. Una cosa así. Fumando el hombre. Medio en­trecerrados los ojuelos por el humo del faso. Un duro.
—Sí. A esa altura yo ya estaría duro.
—También. También. Pero con dignidad —senten­ció Hugo—. Porque por ahí te tenés que levantar y te­nés que salir encorvado como el jorobado de Notre Dame y ahí se te va a la mierda el encanto. Cagó el atraque. No. Vos, en la tuya. Juguito, un par de sorbos vichando por encima de las pajitas ésas de colo­res...
—Los sorbetes.
—Los sorbetes. Una pitada. Mirando de vez en cuando al mar. Pero vos siempre atento a la rubia que balancea lentamente la piernita y a vos...
—A vos te corre un sudor helado desde la nuca...
—Desde la nuca hasta el mismo nacimiento de los glúteos. Y una palpitación en la garganta... ¿viste? como los sapos. Que se les hincha la garganta.
—Lindo espectáculo para la mina si te mira.
—No pero eso te parece a vos desde adentro —Hugo golpea con uno de sus puños contra su pecho—. No. Vos, un duque. Un duque. Y... ¿viste? ¿Viste cuan­do vos decís: "Viejo, si esta mina me da bola yo me muero. Me caigo al piso redondo" Y que medio agra­decés que la mina esté con un macho porque te saca de encima el compromiso de tener que atracártela. Pe­ro por otro lado vos decís: "¿Cómo carajo no me le voy a tirar, si esta mina es un avión, un avión?" ¿Vis­te?
—Típico.
—Pero vos, claro, perdedor neto, también pensás: "Esta mina, ni en pedo me puede dar bola a mí". Por­que es una mina de ésas de James Bond, de ésas bien de las películas. Un aparato infernal. Digamos, todo el hotel es de las películas. Con piletas, piscinas, par­ques, palmeras, cocoteros, playa privada...
—Catamaranes.
—Surf, grones, confitería con pianista, negro tam­bién. Una cosa de locos. Entonces vos decís: "Esta mina no me puede dar bola en la puta vida de Dios". Pero, pero...
—Al frente —indicó Pipo, con la mano.
—¡Al frente, sí señor! —se enardeció Hugo—. Al frente. Y por ahí, por ahí... el tipo se levanta.
—El tipo que está con la mina.
—El tipo que está con la mina se levanta y se pira. Le da un besito en la boca, corto, y se pira. A vos medio se te estruja el corazón porque pensás: "si el tipo éste la besó en la boca, es el macho. No hay duda".
Pipo meneó la cabeza, dudando.
—Porque uno siempre al principio tiene esa espe­ranza —prosiguió Hugo—, "Puede ser el hermano", piensa, "un amigo" "o el tío", que sé yo...
—O una tía muy extraña que se viste de hombre.
—También.
—Una institutriz de esas alemanas. Muy rígidas —documentó un poco más su aporte Pipo.
—Claro. Claro. Pero cuando el tipo le zampa un be­so en la trucha ya ahí medio que se te acaban las po­sibilidades —Hugo se corta. Se queda pensando—. Aunque viste cómo son los yanquis. Se besan por cualquier cosa —aclara—. Ahí viene una mina y te da un chupón y es cosa de todos los días.
—¿Sí?
—Sí. Bueno, bueno. La cuestión que la mina se ha quedado sola en la mesa. El tipo se piró. Se fue. Y la rubia está en la mesa, mirando el mar. Balanceando la piernita. Y ahí te agarra el ataque. Ahí te agarra el ataque. ¡Está servida, loco! Sola y aburrida. Rebuena, para colmo.
—¡Qué te parece!

—Claro, primero vos esperás. Te hacés el sota y esperás. Porque en una de esas vuelve el marido. O el tipo ése que estaba con ella y es un quilombo. Enton­ces vos te quedás en el molde. Y te empieza a laburar el marote de que si te vas y te sentás con ella. ¿Qué carajo le decís?
—Y además la mina habla en inglés.
—No sé. No sé. Eso no sé —vacila Hugo.
—¿La mina no es norteamericana?
—No sé. Porque vos no la escuchás. Vos la viste que está ahí chamuyando con el tipo pero no escuchás en qué habla.
—Y... si habla en inglés te caga.
—Sí, sí —admite Hugo, turbado— pero esperá...
—Bah. Si habla en inglés, o en francés o en ruso, te caga.
—Pará, pará.
—Vos inglés no hablás, que yo sepa.
— ¡Pará, pará! —se enoja Hugo.
—Porque nosotros, acá, porque manejamos el verso, pero si te agarra una mina que no hable castellano...
—Oíme boludo. Pará. ¿Vos sos amigo mío o amigo de la mina? La mina puede ser francesa, por ejemplo, y saber un poco de castellano.
—O española —simplifica Pipo—. La mina es espa­ñola.
—¡No! Española no. Dejame de joder con las espa­ñolas.
—¿Por qué no?
—Las españolas son horribles. Tienen unos pelos así en las piernas.
—Sí, mirá la Cantudo.
—No, no —se empecina Hugo—, dejame de joder con la Cantudo. La mina es una francesa tipo, tipo...
— ¿Por qué no la Cantudo?
—Tipo... ¿Cómo se llama esta mina? —Hugo gol­petea con un dedo sobre el nerolite.
—Romy Schneider.
—No. No. Esta mina que canta...
—A mí dejame con la Cantudo y sabés...
—¡No rompás las bolas con la Cantudo! ¿Cómo se llama esta mina? —Hugo señala con el dedo a Pipo, ya cabrero— Mirá, el día que vos me vengas con tu día perfecto, muy bien, que la mina sea la Cantudo. Pero yo te estoy contando mi día.  Además esta mina es rubia.
—Bueno —aprueba Pipo, reacomodándose algo en la silla—. La próxima vez que me cuentes tu día per­fecto, vos quedate con la rubia. Pero que la rubia esté con la Cantudo y salimos los cuatro. Así...
—Está bien, está bien —concede Hugo sin dejar de rebuscar en su memoria— ¡Françoise Hardy! ¡Françoise Hardy! Un tipo así.
—Tampoco es del todo rubia.
—Bueno, pero de ese tipo. De cara medio angulosa. Jetona. Más rubia, eso sí. Y con esa voz así... pro­funda.
—Oíme —cortó Pipo—. Si no la escuchaste hablar. Decías...
—La mina es francesa —se embaló Hugo—. Pero ha­bla castellano porque ha vivido un tiempo en Perú. ¿Viste que los franceses viajan mucho a Perú?
—¿Sí? —se interesa Pipo—. Se acomoda definitiva­mente erguido en la silla, gira y con un gesto pide otro café a Molina, el morocho, que está descansando con­tra la barra, aprovechando la poca gente de las once de la noche.
—Claro. Porque esta mina es una mina del jet-set. Una arqueóloga o algo así, que viaja por todo el mun­do.
—Una cosmetóloga.
—O dirige una línea internacional de cosmética. Una línea suiza de cosmética —sopesa Hugo—. O dise­ña moda. Habla varios idiomas. Y entonces habla cas­tellano con un acento francés, arrastra las erres...
—Como el dueño del hotel donde para Patoruzú —ejemplifica Pipo.
—Eso. Y tiene una voz profunda. Medio áspera. Co­mo Ornella Vanoni.
—Ajá, ajá. Me gusta —aprueba Pipo, dispuesto a co­laborar mientras se echa algo hacia atrás para permi­tir que Molina le deje, sin una palabra, un café, un va­so de agua, tire otros saquitos de azúcar junto al ceni­cero y apriete un nuevo ticket bajo la pata del servi­lletero.
—La cuestión es que la mina se quedó sola en la mesa, fumando —recupera el hilo Hugo— y vos estás ahí, haciendote el bocho, viendo cómo carajo hacés para atracártela. Para colmo todavía no sabés en qué carajo habla esta mina. Entonces, entonces, empezás a junar las pilchas, los zapatos, la remera, los ciga­rrillos que la mina tiene sobre la mesa para ver si di­cen alguna marca, algún dato que te bata más o me­nos de dónde es la mina. La mina llama al mozo. Pa­ga su cuenta. Vos ahí parás la oreja para ver si agarrás en qué habla, pero la mina habla en voz baja, como se habla en esos ambientes internacionales...
—Además la mina con esa voz profunda que tie­ne... —Pipo ha terminado de sacudir rítmicamente la bolsita de azúcar y se dispone a arrancarle uno de los ángulos.
—Claro. Agarra un bolso que tiene sobre otro si­llón y ahí... ahí... Primero... —se autointerrumpe Hugo— cuando se para, ahí te das cuenta realmente de que la mina es un avión aerodinámico. De esas mi­nas elegantes, pero que están un vagón. De ésas flacas pero fibrosas, ésas que juegan al tenis y que vos les tocás las gambas y son una madera. Entonces ahí, en tanto la mina se acomoda el bolso sobre el hombro y agarra los puchos y el encendedor de arriba de la me­sa...
—Los puchos son Gitanes —documenta Pipo.
—Claro. Los puchos son Gitanes y tiene ¿viste? ata­do a una de las manijas del bolso, un pañuelo de seda, fucsia. Bueno, ahí, cuando la mina se levanta. Se da vuelta. Y te mira.
—¡Mierda!
—Te mira ¿viste? —Hugo está envarado sobre la si­lla, tenso. Una mano en el borde del asiento y la otra sobre el borde de la mesa. Los ojos algo entrecerrados miran fijo en dirección a la ventana que da a calle Sar­miento—. Te mira un momentito, pero un momentito largón. Ya no es la mirada de refilón... eh... la mira­da de rigor de cuando uno mira a una persona que en­tra o que se te sienta cerca. No. No. Una mirada ya de interés. Profunda.
—Ahí te acabás.
—No. Vos... un hielo. Le mantenés la mirada. Se­rio. Sin un gesto. Como diciendo "¿Qué te pasa, ca­riño?". Claro, por dentro se te arma tal quilombo en el mate, se te ponen en cortocircuito todos los cables. "Uy, la puta que lo reparió, no puede ser", decís. "No puede ser. Dios querido". Pero le sostenés la mi­rada hasta que la mina da media vuelta y se va para la playa con el bolso al hombro.
—Y... —se sonríe Hugo— ¿Viste cuando las minas se dan cuenta de que las están junando, entonces caminan un poquito remarcando más el balanceo? —Hugo osci­la sus propios hombros y el torso— ¿así? La mina se va para la playa, despacito. Matadora. Claro. Vos estás paralizado en la silla, tenés la boca seca y si te mandás un trago del jugo te parece que tragas papel picado. Cualquier cosa parece. Te zumban los oídos.
—Te sale sangre por la nariz.
—No. No. Porque ya te recuperaste. Ya te recupe­raste —ataja Hugo—. Y ya empezás a sentir ¿viste? Esa sensación, esa sensación, ese olfato, esa cosa... de la cacería. ¿No? Para colmo, para colmo —Hugo vuel­ve a poner su mano sobre el antebrazo de Pipo para concentrar su atención.
—Ahá...
—Para colmo, la mina llega al ventanal, todo vidria­do. Porque la parte de la cafetería que da al mar es puro vidrio —asesora Hugo—. Entonces cuando la mina llega a la parte de la puerta donde ya sale a la parte de playa, que hay una explanada y después está la arena, se para. Se para en la puerta, ¿viste? Como deslum­brada por el sol. Y mira para todos lados. Busca algo adentro del bolso con un gesto como de fastidio...
—Los lentes negros.
—Algo así. Lo que pasa es que la mina está aburri­da. Y en eso, antes de salir ya del todo, gira un poco. Y te vuelve a mirar...
—Ahh... jajajá... —ríe nervioso Pipo.
—¿Viste cuando de golpe una mina te mira y vos no sabés...?
—Sí. Si te mira a vos o a alguien de atrás.
—Claro, claro, eso —se enfervoriza Hugo—. Que vos te das vuelta para ver si atrás no hay otro tipo, qué sé yo. Como para asegurarte.
—Sí, sí —se vuelve a reír Pipo.
—Pero no. La mina te vuelve a mirar a vos. Ya no tan largo, pero...
—Está con vos.
—Está con vos.
—La mina siempre seria —casi pregunta Pipo.
—Ah, sí. Sí. Seria. Juna pero ni una sonrisa. Los ojitos nada más. No. No se regala. Digamos...
—Insinúa.
—Eso. Insinúa... Entonces, vos, llamás al mozo. ¿Viste? —se divierte Hugo. Hace voz afónica— "Mo­zo"... No te sale ni la voz. Tenés la garganta seca. "Mozo". Firmás tu cuenta y ahí no más te mandás para la habitación. A los pedos.
—A la habitación.
—Claro. Porque vos ya viste que la mina se fue pa­ra la playa. O sea, la tenés ubicada y un poco la seguridad de que la mina se va a quedar ahí. Entonces vas a la habitación y te pones la malla, cazás una toalla. Una revista...
—Ah. Eso sí. Imprescindible. Un libro...
—Sí. Sí, sí. Un libro, una revista, cualquier cosa, para llevar debajo del brazo y salís rajando para la pla­ya cosa de que no vaya a aparecer algún otro y te primeree. Bajás y te mandás a la playa. Como siempre pasa, la primer ojeada que das, no la ves. Ahí te pu­teás, decís "¿Para qué mierda me fui arriba a cam­biar?". Y te desesperás. Pero por ahí la ves que viene caminando, entre alguna gente que hay, tomando una Coca Cola que ha ido a comprar. La mina te ve pero se hace la sota. Se tira por ahí, en una lona. No, en una de esas reposeras y se pone a tomar sol. Medio se apoliya.
—Ahí te cagó.
—No. Bueno. Al fin te la atracás —sintetiza Hugo.
—Ah no. ¡Qué piola! —se enerva Pipo—. Así cual­quiera. Es como en esas películas donde un tipo dice "me voy a atracar a esa mina" y después ya aparece con la mina, charlando lo más piola, encamado. Y no te dicen cómo el tipo se la atracó. Que es la parte jodida.
—Bueno. Pará. Pará —contemporiza Hugo—. Vos te quedás vigilando. Ves por ejemplo que no hay ningún peligro cercano. Ningún tipo, algún tiburonazo co­mo vos que ande rondando. O hay algún tipo con su mujer que vicha pero se tiene que quedar en el molde pero además vos viste cómo son estas cosas. Los yan­quis, los ingleses por ahí ven una mina que es una bes­tia increíble y no se les mueve un pelo. Ni se dan vuel­ta. No dan bola. No son latinos. Entonces vos ves que no hay peligro cercano y planeás la cosa. Vos tenés una situación privilegiada. Estás solo. Tenés tiempo. Tenés guita...
—No como acá.
—Claro. Además ahí no te juna nadie. No hay que­mo posible. Entonces por ahí te vas un poco al mar, nadás, hacés la plancha. Y cuando volvés ves que la mina está leyendo. En la reposera, pero leyendo. En­tonces vos, desde tu puesto de vigilancia, ni muy cer­ca ni muy lejos, te ponés también a leer. Por ahí te dan ganas, ¿viste? —Hugo busca las palabras—, de lar­gar todo a la mierda, cazar un bote, alquilar un cata­marán y disfrutar un poco en lugar de andar sufriendo por una mina que por ahí... Pero claro, cuando la mirás y por ahí la ves mover una piernita, sacudir un poco el pelo rubio se te queman todos los papeles. Te hacés el bocho como un loco. Se te seca de nuevo la garganta.
—Venís muerto.
—Lógico. En eso la mina se levanta y se va para un barcito que hay en la playa, muy bacán. Ese es el mo­mento, es el momento... Lo que vos me pedías que te explicara.
—Claro —parece que se disculpara Pipo— porque si no, es muy fácil...
—La mina va, se sienta en un taburete, debajo de esos quinchos, ¿viste?, como de paja, cónicos, pero grande, porque ahí está el bar. Y vos vas y te sentás al lado. Ya sin hacerte tanto el boludo, ya, ya en la lu­cha. Y ahí vas a los bifes. Le preguntás, por ejemplo "¿usted es norteamericana?" En un tono monocorde, casi digamos, periodístico. Sin sonrisitas ni nada de eso. Ahí la mina te mira un momento, fijamente y es cuando...
—Te cagás en las patas —dictamina Pipo.
—¡Claro! ¡Claro! Porque ése es el momento cru­cial. Ahí se juega el destino del país. Si la mina se hace la sota y mira para otro lado. O dice "sí" caza el vaso y se alza a la mierda, perdiste. Perdiste comple­tamente. Pero no. La mina te mira, dice: "Sí". "Sí ¿por qué?". Y se sonríe.
—¡Papito!
—¡Papito! ¡Vamos Argentina todavía! ¡Se viene abajo el estadio! —Hugo se sacude en la silla— ¿Viste esas minas que son serias, que no se ríen ni de casuali­dad, pero que por ahí se sonríen y es como si tuvie­ran un fluorescente en la boca? ¿Qué vos no sabés de dónde carajo sacan tantos dientes? Una cosa... —Hu­go estira la comisura de los labios con los dientes de arriba tocándose apretadamente con los de la fila inferior.
—Como la Farrah Fawcett.
—Sí. Que es una particularidad de las modelos —asesora Hugo— Están serias, de golpe le dicen "sonreí" y ¡plin! encienden una sonrisa de puta ma­dre que no sabés de dónde la sacan... Bueno, la rubia te mira, te dice "sí ¿por qué?" y...
—Te da el pie.
—Claro. Te da el pie, para colmo. Entonces vos de­cís "permiso", el barrio es el barrio, y te sentás en el taburete de al lado y entrás al chamuyo... —Hugo lle­va dos o tres veces el dedo índice de su mano derecha a la boca y lo hace girar hacia adelante como quien desenrolla algo. Pipo hace un gesto escéptico.
—Muy facilongo lo veo —dice.
—Lo que pasa es que la mina está con vos. Está con vos. La mina ya tiene decidido que te va a dar bo­la. No va a andar haciendo las boludeces de hacerse la estrecha o esas cosas. Es una mina que está en el gran mundo internacional y sabe lo que quiere. La mina va a los bifes. No se regala pero va a los bifes. Si le gusta un tipo le da pelota de entrada y a otra cosa.
—Eso es cierto. Esas minas son así.
—Entonces vos empezás el chamuyo. Ya tranquilo. Ya gozando la cosa porque sabés que la cosa viene bien, ya estás en ganador y medio que ya te estás ha­ciendo la croqueta pensando que te vas a llevar la ru­bia para la pieza del hotel y esas cosas. Ya entrás a disfrutar, ahí, vos, ganador. Garpás los tragos, tirás unas rupias sobre el mostrador al grone y te vas con la mina para las reposeras. La mina, claro, una bola bárbara. Y vos ves que los tipos te junan como di­ciendo "hijo de puta, se levantó el avión ése". Pero vos, un duque, fumás, te hacés el sota y la ves caminar a la rubia adelante tuyo, en la arena, ahí, el pantaloncito ajustado y pensás "Dios querido ¡Y esta mina es­tá conmigo!". Y bueno...
—Bueno —suspira Pipo, aflojando un poco la ten­sión. El peor momento ya ha pasado.
—En fin. Entonces escuchame como es la milonga. ¿No? La milonga del día perfecto. Al menos para mí. Primero, ahí, en la playa, con la rubiona. Un poco de natación, el mar, las olas. Alquilás un catamarán, te vas con la mina de recorrida. Y a eso de las seis, siete de la tarde, te mandás al bar y te das algún trago largo...
—Un ron Barbados.
—Puede ser. Puede ser. Fijate, fijate... —gesticula, calculador, Hugo—. Me gustaría más un gin-tonic. Un gin-tonic.
—Loco, eso pedilo en Mombasa, en algún boliche de ésos. Pero no te pidas un gin-tonic en un lugar así. Con esa mina...
—Grave error. Grave error. ¿Qué tomaban los tipos que aparecen en la novela de Hemingway, de ésas en el Caribe, Islas en el Golfo, por ejemplo?
—Bacardí.
—Bacardí ¡Y gin-tonic! Gin-tonic, mi amigo. Pero la cosa no es esa. No es que vos vayas a pedir tal o cual trago. No. La cosa es que no te des con algún tra­go que te tire a la lona. Tenés que tomar algo que más o menos sepas que te la aguantás. Algo que te achis­pe, que te ponga vivaracho pero que no te haga pelo­ta. Mirá si todavía que ya tenés la mina en casa te le­vantás un pedo que flameás o te descomponés y des­pués andás con diarrea, te cagás ahí en el lobby del hotel...
—Vomitás —se asqueó Pipo.
—Vomitás. Le vomitás las pilchas a la mina. Un asco. No. No. Por eso, por eso, pedís algo sobrio, que vos sabés que te la aguantás y que te ponga ahí, en el umbral de la locura para acometer el acto... el ac­to... el acto carnal. Además vos ves que el asunto viene sobrio. Sin espectacularidad. No te vas a pedir tam­poco uno de esos tragos que vienen adentro de un coco partido por la mitad, que adentro le meten flo­res, guirnaldas, guindas, que lo tomás con pajita. Eso es para las películas de Doris Day que todos bailaban en bolas al lado de la pileta...
—Doris Day. Qué antigüedad.
—No. Vos te pedís entonces un gin-tonic. La mina alguna otra cosa así. Ahí charlás un ratito. La mi­na muy piola. Muy bien. Muy agradable. Simpática.
—Muy bien la mina —certificó Pipo, como asom­brado.
—Sí. Sí. Una mina de unos 26, 27 años. No una pendeja. Casada. Bien en su matrimonio. Bien. Que sabe lo que está haciendo. La mina quiere pasar bien esa noche, y a otra cosa.
—Claro.
—Claro. Ninguna complicación. No es de las que te va a hacer un quilombo al día siguiente ni nada de eso. La mina sabe cómo son estas cosas.
—No. No se te va a venir a la Argentina tampoco.

—¡Nooo! ¡No! No es de ésas que agarran el teléfo­no y te dicen "Arribo a Fisherton mañana". Y se te arma tal despelote. No nada de eso. Entonces...
—Entonces.
—Entonces, son como las siete, las ocho de la tar­de —el relato de Hugo se hace moroso— Te vas con la rubia a la habitación del hotel.
—¿A la tuya o a la de la mina?
—A cualquiera. Allá no es como acá que por ahí te agarra el conserje y no te deja entrar con la mina en la pieza. Allá no hay problemas. Te vas con la mina a la habitación. No. Mejor le decís a la mina que vaya a su habitación. Vos vas a la tuya y te das una buena ducha.
—Te sacás toda la arena.
—Claro, te sacás la arena. Los moluscos que te ha­yan quedado pegados. Y te vas a la pieza de ella. —Hugo hace un pequeño silencio contenido. Y bueno. Ahí, viejo ¿para qué te cuento? —sigue—. Te echás veinte, veinticinco polvos. Cualquier cosa.
—¿Veinticinco, che? —duda Pipo.
—Bueno... Dejame lugar para la fantasía. Bah... Te echás cinco, seis. De esas cosas que ya los dos úl­timos la mina te tiene que hacer respiración boca a boca porque vos estás al borde del infarto...
—Sí. Que ya lo hacés de vicioso.
—Claro. Pero que te decís: "Hay un país detrás mío." No es joda.
—Muy lindo, che. Muy lindo —aprueba Pipo, que se ha vuelto a repantigar en la silla y manotea, distraído, el paquete de cigarrillos.
—No. No —le llama la atención Hugo—. No. Aho­ra viene lo interesante. Porque yo te digo una cosa. Te digo una cosa... eh... Pipo. Te digo una cosa Pipo: El mundo ha vivido equivocado. El mundo ha vivido equivocado. Yo no sé por qué carajo en todas las pe­lículas el tipo, para atracarse la mina, primero la invi­ta a cenar. La lleva a morfar, a un lugar muy elegante, de esos con candelabros, con violinistas. Y morfan co­mo leones, pavo, pato, ciervo, le dan groso al cham­pán mientras el tipo se la parla para encamarse con ella. Yo, Pipo, yo, si hago eso... ¡me agarra un apoliyo! Un apoliyo me agarra, que la mina me tiene que llevar después dormido a mi casa y tirarme ahí en el pasillo. O si no me apoliyo me agarra una pesadez, un dolor de balero. Eructo.
—Y eso no colabora.
—No. Eso no colabora —Hugo se pega repetidamen­te con la punta de los dedos agrupados en la frente—. ¿A quién se le ocurre, a quién se le ocurre ir a enca­marse después de haber morfado como un beduino? Es como terminar de comer e ir a darte quince vuel­tas corriendo alrededor del Parque Urquiza. Hay que estar loco.
—Sí. Es cierto.
—Por eso te digo. El mundo ha vivido equivocado. Yo no sé cómo hacían los galanes esos de cine que se iban a encamar después de comer.
—Es la magia del cinematógrafo, Hugo. Hay que ad­mitirlo.
—Pero en este día perfecto que te digo yo —pun­tualiza, orgulloso, Hugo— vos terminás de echarte los quince polvos con la rubia, te levantás hecho un duque. Te pegás una flor de ducha, cosa de quitarte de encima los residuos del pecado y ¿qué te pasa? Te­nés un hambre de la puta madre que te parió. ¡Lo­co! No comés desde el desayuno. Acordate que no co­més desde el desayuno que picaste alguna boludez. Y después no almorzaste porque un tipo que está de ca­cería no puede permitirse andar con sueño y hecho un pelotudo. Entonces, entonces... imaginate bien, eh. Prestá atención. Te empilchás livianito, la mina también. Ya es de noche, te has pasado cerca de tres horas cogiendo y la luna se ve sobre el mar. Está fresquito. No hay ese calor puto que suele haber acá. Ahí refresca de noche. Vos abrís bien las puertas de vidrio que dan al balconcito y desde abajo se escucha la música de una orquesta que es la que anima el bai­longo que se hace abajo, porque hay mesitas en los jardines, entre las palmeras y ahí los yankis cenan y esas cosas. Vos no. Vos como un duque, pedís el morfi en la habitación. ¡Imaginate vos! —Hugo reclama más atención de parte de Pipo— Vos ahí te sentís Gardel. Acabás de encamarte con una mina de novela. Estás en un lugar de puta madre, tenés un hambre de lobo. Sabés que tenés todo el tiempo del mundo para comer tranquilo. La mina es muy piola y agradable y no te hace nada, al contrario, te gratifica que ella se quede con vos después de la sesión de encame. No es de esas minas que después de encamarte tenés unas ganas locas de decirle "nena, ha sido un gusto haberte conocido; ahora vestite y tómatela que tengo un sue­ño que me muero y quiero apoliyar cruzado en la ca­ma grande". No. La mina es un encanto. Entonces te hacés traer un vino blanco helado, pero bien helado de esos que te duelen acá —Hugo se señala entre las cejas— ¡Bien helado!
—¡Papito!
—Porque también tenés una sed que te morís. Te has pasado todo el día en la playa, bajo el sol. Y ade­más después de un enfrentamiento amoroso de ese tipo si no tenés a tiro un buen vino blanco pronto ca­paz que te chupás hasta el bronceador.
—La crema Nivea.
—Y ahí te sentás con la rubia —Hugo se arrellana en su silla, hace ademán de apartar las cosas de la mesita— y le entrás a dar a los mariscos, los langostinos, la langosta, algún cangrejo, con la salsita, el buen pancito. Pero tranquilo, eh, tranquilo... sin apuro. Mi­rando el mar, escuchando el ruido del mar. Sos Pelé. Sos Pelé.
—Alguna que otra cholga —aventura Pipo.
—Sí, señor. Alguna que otra cholga. Pulpo. Mucho pulpito. Y siempre vino ¿viste? Le das al blanco. Sin apuro. Ahí es cuando entrás a charlar con la mina de cosas más domésticas. De la casa. De la familia. Cuan­do ya no es necesario hacer ningún verso.
—Cuando ya te aflojás.
—Claro. Ese momento es hermoso. Entonces le contás de tu vieja. De tus amigos. Que tenés un perro. Que de chico te meabas en la cama. La mina te cuen­ta de su granja en Kentucky. Que le gustan los hela­dos de jengibre. Pero ya tranquilo. Estás hecho. Estás hecho. Porque si vos morfás antes de encamarte —vuelve a la carga Hugo—, por más que te sirvan el plato más sensacional y lo que más te gusta en la vida a vos no te pasa un sorete por la garganta porque te­nés el bocho puesto en la mina y en saber si te va a dar bola o no te va a dar bola. Comés nervioso, para el culo, te queda el morfi acá. La mina te habla de cualquier cosa y vos estás pensando "Mamita, si te agarro" y no sabés ni de qué mierda está hablando ella ni qué carajo le contestás vos. Es así. ¿Es así o no es así?
—Es así.
—Entonces ahí, después de morfar como un as­queroso, después de bajarte con la rubia dos o tres tu­bos de blanco, vos vas sintiendo que te entra a agarrar un apoliyo ¡pero un apoliyo! Sentís que se te bajan las persianas.
—Ahí es cuando uno ya se entra a reír de cual­quier pavada.
—¡Eso! ¡Claro! —se alboroza Hugo por el aporte de Pipo—, que te reís de cualquier cosa. Bueno, ahí, te vas al sobre. Sabés, además, que podés al día siguiente dormir hasta cualquier hora porque vos te vas, ponele, a la noche del día siguiente. Y te acostás con la rubia, ya sin ningún apetito de ningún tipo, sólo a disfrutar de la catrera. Te vas hundiendo en el sueño. Te vas hundiendo. Está fresquito. Entra por la ventana la bri­sa del mar. Oís el ruido del mar. Un poco la música de abajo...
Hugo se queda en silencio, mordisqueándose una uña. Casi no hay nadie en El Cairo. Pipo también se ha quedado callado. Bosteza. Mira para calle Santa Fe. Hugo busca con la vista a Molina, que está charlando con el adicionista. Levanta un dedo para llamarlo. Molina se acerca despacioso pegando al pasar con una servilleta en las mesas vacías.
—Cobrame —dice Hugo.
Roberto Fontanarrosa
CUESTIONARIO
1-      ¿Qué sucede en el cuento? ¿Cuáles son los elementos de humor que aparecen en el texto?
2-      ¿Qué características de la forma de ser argentino encontramos? Agrega otras características del ser argentino. ¿Se diferencian según la región del país o somos todos iguales?
3-      En la historia aparecen características propias de los hombres y las mujeres en la conquista y forma de ser. ¿Cuáles son?
4-      ¿A qué refiere el título del cuento? ¿Qué críticas hace al cine y la sociedad sobre la conquista?
5-      ¿Qué características tienen los personajes? ¿Qué función cumple uno y otro en el desarrollo de la historia?
6-      Escribe un cuento al estilo de Fontanarrosa sobre la conquista. Pensando en el mundo de diferencia y diferencias que nos separan. Las cosas propias del hombre y propias de la mujer. Las creencias y mitos que tenemos entre unos de otras.


martes, 31 de julio de 2018

Te recuerdo como eras en el último otoño + tp Bernardo Jobson


Te recuerdo como eras en el último otoño   + tp   Bernardo Jobson                                                                             (al final están las consignas)

El problema es que el jefe no me lo va a creer. Le he hecho tragar ya tantas milanesas, tantas albóndigas supercondimentadas, que esto no me lo va a creer. Pienso en alguna excusa potable, pero me da un poco de bronca: ¿una vez que tengo una razón valedera para ausentarme de la oficina, voy a tener que apelar a una mentira? ¿Tan mal anda el mundo? me pregunto. Pero toda esta filosofía de apuro no me absuelve del dolor que tengo desde que me levanté y amenaza con la posibilidad de que la gente me crea un deforme o algo así, al margen de unos chillidos austeros pero evidentes que me transformaron en la máxima atracción del día en el subte. En ese momento vuelvo a sentarme y siento como si una tachuela me hubiese penetrado hasta la garganta. Por supuesto, las tachuelas se supone que lo pinchan a uno en el culo y ésta es una tachuela de lo más ortodoxa. No me puedo sentar, no me puedo quedar parado, no puedo quedarme un minuto más en ninguna posición. Y te guste o no, jefecito, allá voy. Con la verdad no temo ni ofendo y me paro frente al escritorio del salmónido.
–Plata no hay –me ataja–. Y si necesitás plata porque se te murió algún pariente, antes me traés el certificado de defunción. Mira, ni siquiera con el certificado. Únicamente contra presentación del cadáver.
–Jefe, no quiero plata… –por ahora, porque en ese momento pienso que en una de ésas voy a tener que comprar un remedio y ante presentación de receta no me va a decir que no. Mirá vos, me digo, ¿cómo no se me ocurrió antes este yeite?
–Ni ahora ni nunca, ni siquiera a fin de mes. ¿Sabés que sos el único en la historia de esta empresa que cobra por adelantado? Ya tenés un mes de sueldo en vales.
–Jefe, perdóneme, pero no estoy de humor hoy. Todo lo que quiero es permiso para ir al hospital.
Hay que ver el conflicto que esto le produce. ¿Quién será: un pariente, un amigo, algún amor lejano? Pero reacciona a tiempo.
–Sangre diste la semana pasada. Te fuiste a las 9 y no apareciste en todo el día.
–Jefe, usted se equivoca por el físico con que me ha dotado la naturaleza. Que yo mida 1,95 m y pese 102 kilos, no quiere decir que si me sacan medio litro del vital elemento, no quede medio dopado.
–Bueno, no sé, pero parientes vivos ya no te quedan, según me consta. ¿Quién es el moribundo hoy?
–Nadie. Soy yo el que quiere ir al hospital, ahora mismo.
– ¿Qué te pasa? –pregunta enojándose consigo mismo porque ya está entrando por la variante.
Conflictos internos. ¿Y el que yo tengo ahora? ¿Cómo le digo la verdad, la cruda verdad?
–Jefe, no me lo va a creer. No me lo va creer.
No sé qué cara pongo, pero sí la que pone él. Se asusta. ¡Corazón, hígado, pulmón! Al mismo tiempo, busca el término ése, difícil, que cuanto mejor lo dice más gente piensa qué gran médico se perdió la sociedad.
– ¿Algún trastorno cardiovascular? Niego con la cabeza.
– ¿Visceral?
Tampoco. Como ya está a punto de agotar su diagnóstico precoz, apela a lo increíble, a lo que no puede ser, ¡en esta época!
–Me imagino que no tendrá nada que ver con el sistema génito-urinario, ¿no?
–Y, más o menos –le contesto–. Tengo un grano en el culo.
Diez minutos después estoy parado en el hall del hospital, mirando la guía de consultorios externos. Parezco un tailandés recién llegado, buscando la temperatura media de Jujuy en la guía de teléfonos. No sé quién me toca a mí: ¿enfermedades secretas, culología, anología? No figura ninguna, y a esa enfermera de la mesa de entradas no se lo pienso preguntar. Si fuera vieja y buena, todavía, pero no tiene más de 25 y hay que ver lo bien que está.
El portero o algo así acude en mi ayuda. Y como todos los porte-ros tienen obligación de ser médicos frustrados, cancheros viejos, empíricos de la medicina que lo ven a uno y ya saben lo que uno tiene, me pregunta:
–¿Algún problema, señor? ¿Busca a alguien?
–Sí, la verdad que sí. Pero no sé exactamente a quién.
Juro que mi respuesta es totalmente natural, pero él ya sospecha algo turbio.
–¿Alguno de los doctores?
–Sí, pero no sé cuál puede ser…
Los puntos suspensivos son benévolamente acogidos por el por-tero y los estudia unos segundos.
–¿Algún problema…? –y la definición médica del problema la ex-plica con la mano y apoyándose en una sonrisa comprensiva y paternal–. Me parece que usted busca dermatología. Primer piso, consultorio 23. Dígale al doctor que lo mando yo.
–¿Perdón, dermatología? Y… ¿qué atienden allí? Quiero decir, si uno tiene…
–Eh, por favor –me asegura canchero al extremo–. Yo también tuve que ir cuando era joven…–y luego de asegurarse de que nadie pueda verlo, agrega: – Tres veces. Claro, eran otros tiempos, ¿no?
–Y sí, no va a comparar –le ratifico, mientras pienso que dermatología no puede ser. Que la pared del culo me duele, no hay duda, pero no le veo relación. Encima, me duele cada vez más y antes de tener que relatar, por segunda vez, la cruda verdad, me tiro un lance y le digo:
–Creo que es ortopedia.
Como a cualquier personaje orillero, lo tumba el asombro. –¿Ortopedia? Pero si usted camina lo más bien.
–No vaya a creer. Hay momentos en que no puedo.
Está totalmente decepcionado. Todo un caso social que él creía tener como primicia absoluta se le va diluyendo.
–Ortopedia –le insisto–: ¿No quiere decir que a uno lo curan del…?
–Dígame, señor –me pregunta ya totalmente ofendido– ¿A usted qué le duele?
–Bueno, para serle franco, me duele el culo, ¿qué quiere que le haga?
No tiene ninguna anécdota al respecto y no sé si me la contaría aún en el caso contrario. Ya me odia, directamente.
–Vaya a la guardia. Ahí lo van a atender. Parece mentira. Cuando me dispongo a irme, la vocación lo traiciona y me dice: –Tómese un Geniol. O dos.
Le agradezco la receta magistral y enfilo para la guardia. El continente americano se ha enfermado hoy y me pongo en la cola. Delante mío hay un tipo justo para que lo atienda el portero.
La dimensión de la fila me hace dudar sobre si llegaré vivo a que me atiendan, pero pienso que esto me da el tiempo suficiente para ver qué le digo a la mina que está sentada en un escritorio y distribuyendo el juego como un hábil mediocampista: usted allí, usted acá, hoy está prohibido enfermarse del hígado, el reumatólogo tiene hepatitis. Pienso en lo que voy a decirle:
–Me duele el recto (y todo el mundo pensando qué lástima, un muchacho con ese físico y maricón).
–Quiero que me revisen el recto (y la misma conclusión, ahora ya sin ninguna duda sobre mi desviación sexual).
–Busco al rectólogo (y lo mismo, éste quiere disimular que es maricón, lo cual no deja de ser peor. Por lo menos, que afronte su desgracia con altivez, caramba).
Cuando faltan dos tipos, no sé todavía qué voy a decirle, pero el punto que está delante mío me puede salvar. A ver cómo le explica él que tiene los bichitos juguetones y entonces yo aprovecho la bolada, el ambiente turbio ya que tiene antecedente y lo mío no trasciende.
Cuando le llega el turno, la enfermera le pregunta nombre, apellido, edad, domicilio y por poco hincha de quién. Con soberbia cara de otario, me acerco para escuchar el crucial diálogo.
–¿Qué problema tiene?
A punto de caérsele la cara de vergüenza por lo frágil ser humano que es, responde:
–Tengo una uña encarnada.
Pienso en la famosa clínica del diagnóstico que podríamos fundar el portero y yo y luego de dar mi filiación, me mira y me pregunta con la mirada, qué problema tengo.
Yo, mudo. Finalmente, accede al ritual. – ¿Qué problema tiene, señor? –Bueno, tengo un dolor.
Apoya la cabeza en la palma y me vuelve a mirar. Está esperando que yo le diga dónde.
–¿Sí? –me pregunta dejando en el aire: qué me dice. –Sí –le contesto.
El agitadísimo diálogo no deja de constituir una escena pintoresca que matiza la espera de todos los pacientes. Todos miran. Detrás mío, no hay nadie. Esto puede durar todo el día, pienso. Ayúdame, miss Nightingale. Vos sabés de estas cosas.
–¿Dolores durante la micción? –me pregunta sutilmente.
Dolores durante la micción. Parece el nombre de una mina de la sociedad colombiana, pienso.
–No –le contesto. Y con un gesto le indico que siga intentando. –¿Dolores génito-urinarios? –me pregunta un poco enojada, y antes de que se le ocurra la próxima posibilidad dolorosa, un sifilólogo frustrado opina en voz baja para que lo oigan todos:
–Debe ser para dermatología, señorita.
–Señor, por favor, no podemos estar todo el día con esto. Si usted no me dice lo que le pasa… ¿Problemas génito-urinarios? –insiste.
–Señorita –le digo con tono lastimero–. No son génitourinarios, pero… alguna relación tiene, no sé. El recto, ¿tiene algo que ver con el sistema?
Claro, la palabra era un cheque al portador. La noticia recorre todo el hospital, pero el epicentro del fenómeno se centra en la guardia. El tipo de la uña encarnada me mira diciéndome con los ojos no te da vergüenza, si yo fuera tu padre, te volvía a romper el culo, pero a patadas, y una madre le dice a su hijo, vos vení para acá y lo protege instintivamente del deleznable sujeto. La enfermera, repuesta de la noticia, anota en la planilla y me dice que me siente. Pienso que, si me siento, muero, ahí nomás, sumariamente.
 El médico pasa por allí en ese momento, y la enfermera lo detiene. Noto que habla de mí, el tipo me mira, le dice que sí, enseguida vuelvo y sale.
Como, pese a todo, ella me ama, me informa que enseguida me van a atender.
La decisión provoca la tradicional reacción popular, hay murmullos contra la aborrecible enfermera, pero en medio de la indignación general, surge la voz de la madre del niño que, dirigiéndose a nadie, es decir, a todos, dice:
–Claro, y encima los atienden primero.
La configuración edilicia de la guardia propiamente dicha es un monumento a la discreción. Con un grabador y una filmadora uno podría, en diez minutos, escribir los diez tomos del Testut. El médico me pregunta qué me pasa. Debe tener 22 años a lo sumo. ¿En qué año estarás? ¿Ya rendiste Culo vos?, me pregunto.
–Mire –le explico–. Desde ayer tengo un dolor bárbaro en el ano. Y ahora ya no puedo más. No puedo sentarme, no puedo estar parado, me duele si hablo.
–Bueno, vamos a ver. Venga por aquí.
Y a medida que recorremos el pasillo, va descorriendo las cortinas de los boxes, no sin provocar frecuentes chillidos, indignados por favores y actitudes insensatas de quienes se ven sorprendidos con paños menores a media asta. Encontramos uno vacío y me ordena que me desnude mientras él enseguida vuelve. En el box de al lado, el de la uña encarnada pega un grito y se traga una puteada que hubiera involucrado hasta el más remoto antecesor de la enfermera. Pienso que la verdad esto es mejor tomárselo a joda y cagarse de risa. A la sola mención del verbo defectivo, reflejo condicionado diría Pavlov, me entran ganas de ir al baño, vía recto. Lo único que faltaba, me digo, que me agarren ganas de cagar. El grito del de la uña encarnada va a parecer un susurro de amor comparado con el mío. Frágil espiritual que es uno trato de engañarme y me digo que ya cagué. Mentira, me grita mi conciencia, mientras pienso que algún día debo escribir un ensayo sobre la vida y la caca: dos cosas difíciles de aguantar.
La temperatura ambiente no es la más propicia para quedarse totalmente en pelotas, y me dejo puesta la camisa y los zapatos. Me siento en la camilla y me observo el sistema génito-urinario que diría el portero. Da lástima: parece el experimento de un jíbaro que ha reducido un bandoneón. Cuando el de la uña encarnada opina que prefiere que le corten el pie antes de que se atrevan a tocarle la uña otra vez, entra el futuro médico, orgullo de la familia.
–Póngase en cuclillas –me ordena.
Me pongo en cuclillas y pienso que lo único que falta es que suene un disparo y salga a buscar la meta.
–Abra un poco más las nalgas. Las abro.
–Un poco más –insiste.
–Doctor, no crea que no quiero colaborar con la ciencia, pero mido 1,95.
El tipo se ríe y me dice que está bien.
Para distraerme un poco, bajo la cabeza y miro hacia atrás. Me pregunto cómo no larga todo y se manda mudar. El espectáculo es deplorable, pero siento dos manos frías en ambos glúteos y dos pulgares acercándose sugestivamente por ambos flancos. Instintiva-mente, me hago el estrecho.
–No, por favor, quédese tranquilo. Así no puedo hacer nada.
Le pido perdón y rindo la ciudadela. Los pulgares se asumen y se acercan a las puertas de palacio ya. Vos tócame nomás, tócame apenas y que Dios te ampare, pienso. Ostensiblemente acuciadas por la posición decúbito panzal, las ganas de ir al baño se acentúan y ahora sí, me niego rotundamente.
El tipo se me enoja y como ya ha entrado en confianza –después de todo me ha tocado el culo– me dice che, déjese de embromar, parece mentira.
De golpe sospecha algo y me pregunta: –¿Qué le pasa?
–Doctor, perdóneme, ¿pero usted quiere creer que justo ahora? Se agarra la cabeza y vuelve a reír.
–Está bien, pero aguántese. No hay otra solución. Yo necesito solo unos segundos para palparlo.
Tengo ganas de contestarle que yo también, pero para cagarme. No creo que el chiste le caiga bien.
Como soy un gil, me pregunta cosas a medida que empieza otra vez la invasión.
–¿Es la primera vez que le pasa?
–Y la última. Aunque tenga que cagar por la oreja el resto de mi vida.
En ese momento, siento un alambre de púa recorriendo con libre albedrío las paredes iniciales del recto. Y pienso lo que debe estar gozando el de la uña encarnada. Pego un grito.
–Quédese como está –me ordena–. Relaje los músculos. Enseguida vuelvo.
Escucho que en el pasillo le pregunta a la enfermera dónde hay vaselina. La mera mención del noble lubricante para usos o aberraciones varias me incita a salir corriendo despavorido, cuando escucho que la cortinita se corre y entra alguien, doctora ella, pasea la mirada por los hermosos y lascivos glúteos, luego va hacia el sistema génito urinario propiamente dicho, me mira inquisitivamente, se echa hacia atrás y vuelve a investigar la decoración en general, tuerce la cabeza convencida de que no hay nada que hacer, todo sería inútil, pide perdón y sale. En cualquier momento deciden dejarme acá toda la mañana y cobran entrada, pienso.
Se vuelve a correr la cortinita y entra mi anólogo de cabecera con un frasco de vaselina como para revisar un mamut. Lo deja sobre una mesita y procede a colocarse unos guantes de goma.
–¿Es para evitar el embarazo? –le digo haciéndome el gracioso. No me contesta porque los guantes son más viejos que el tobillo
y no sabe por dónde empezar. Cuando logra ponérselos, le asoman dos dedos, lánguidos y desnudos.
–Un momentito –me ruega.
–Doctor –lo paro– ¿tengo que quedarme así obligatoriamente? Me duelen los brazos, sin contar con que cualquiera puede entrar como recién. El show, francamente, es un asco.
–No, quédese así. Y abra las nalgas todo lo que pueda.
Sale y enseguida vuelve, esta vez acompañado de un colega, futuro anólogo.
–¿Fístula?
–No sé. Todavía no pude palpar. –¿Dolor?
–Sí.
–No se ve inflamación –dice el recién llegado desde la frontera con Bolivia.
–¿Qué te parece?
–No sé. Palpá a ver qué pasa. Yo Ano cinco todavía no di.
El colega desaparece. De pronto, la situación se hace tensa. Me vuelve a abrir sin más trámite, se acerca todo lo que puede y, jugado, decide auscultar de zurda. Le miro el tamaño del dedo, manos de pianista más bien no tiene.
–Doctor, perdón, ¿pero usted piensa meterme eso adentro? –pregunto en pánico.
Me responde mientras cubre de vaselina el dedo.
–Escúcheme bien. Ahora va en serio. O se deja palpar o se va a su médico.
–Me dejo palpar.
Cuando las galaxias explotaron en el núcleo central del universo, todo fue, durante un instante, un rojo que nunca se volverá a repetir, una explosión desde el seno más íntimo de cada una de las estrellas que se expandieron junto con nuestro sol por el espacio buscando con sus puntas el borde pascaliano de la esfera cósmica, horadando

el infinito como espadas de Dios, mientras el sol, vagabundo desde la eternidad, buscaba exactamente el centro de su pequeño sistema, calcinando todo lo que encontraba a su paso en una carrera devastadora que separó continentes, desequilibró el eje de rotación de los astros, emergieron volcanes que durante millones de siglos se aburrieron en las entrañas de la tierra y estallaron al fin como bestias, una estampida de búfalos inconmensurables vomitando el rojo inicial, hasta que Dios dijo basta, paremos aquí si lo que queremos es crear un planeta.
Salgo del quirófano ad hoc, horadado y profanado en lo más íntimo, con la orden de volver mañana para ser observado por el especialista en el asunto, sujeto que me aplicará un aparato que se llamará todo lo rectoscopio que quiera, pero que no deja de ser un fierro en el culo. En ese momento, el tipo de la uña encarnada, apoyándose lastimosamente en uno de los talones, va también hacia la salida. Todavía no he podido saber por qué, le sonrío diciéndole qué día, ¿no?, al tiempo que camino con un ritmo que ya lo quisiera María Félix yendo al encuentro de su amante para matarlo con pre-meditación y alevosía. Sorpresivamente, siento una de las famosas puntadas y me agarro del desuñado para no caerme, gesto civil y sin implicancias que el tipo interpreta como amor a primera vista, se me vuelve a escapar otra sonrisa, actitud que no deja de empeorar las cosas y el tipo –mufa, impotencia, dolor y asco mediante– levanta instintivamente el pie desuñado y Bernabé Ferreyra en su tarde más gloriosa me encaja una patada en el centro mismo del culo. Por un instante nos miramos, sorprendidos. Un segundo después, los dos, al unísono, pegamos el grito inicial, el llamado de amor indio, Tarzán navegando de liana en liana y convocando a todo el continente africano con voz tomada por un intempestivo resfrío e inmediatamente damos comienzo oficial al primer festival mundial de cante jondo, no sin matizarlo con pasos de baile calé, y danza rabiosamente moderna, todo por bulerías.
En: El fideo más largo del mundo, Capital Intelectual, 2008.

INDIVIDUAL   práctico   Te recuerdo como eras en el último otoño  -  Bernardo Jobson
1-       ¿En qué escenarios sucede la historia? ¿Cómo es su narrador?
2-       ¿Cómo son los personajes que aparecen en la historia?
3-       a. ¿Qué problema tiene el protagonista y que obstáculos enfrenta para solucionarlo?
           b. ¿Qué términos y situaciones asocian con una ciencia en particular? ¿Cuál? ¿Qué términos se toman a risa de esa ciencia? ¿Qué neologismos aparecen y asociados a qué?
4-       A- El personaje enfrenta escenas de pudor: describe algunas de ellas. B- Además se lo asocia a la homosexualidad: ¿por qué razones? Realiza una lista con 5 puntos para hombre y otros 5 para mujer en donde se confundan situaciones como de carácter homosexual.
5-       El cuento es de humor: ¿Qué cosas sostienen ese humor?
6-       Realiza una lista de 5 cosas o situaciones que pueden causar risa o de situaciones embarazosas.
7-       ¿Qué función cumple la risa en este cuento?
8-       Recuerda una anécdota en donde una confusión haya derivado en una situación graciosa.
9-       Crea un cuento de humor asociado a alguna situación o ciencia, profesión, oficio en particular.